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Tribuna:LA VIDA ES CUENTO
Tribuna
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La ronda

Era un veterano. Al filo de la una y media de la tarde suele sentarse ante la barra, en el taburete de la esquina, de no estar ocupado. En la cotidiana e informal reunión, casi todos se conocen de antiguo: el colegio, la Universidad, el lugar de veraneo, la Cola de Hacienda, los parientes remotos; aquel individuo parecía venir de ninguna parte; incluso, daba la impresión de estar allí desde siempre.Ocurre con frecuencia que adscribamos a ciertas personas en determinados lugares, fuera de los cuales son de imposible o difícil identificación. Recuerdo un trayecto aéreo -muy pocos pasajeros- donde coincidí con un amable sujeto que me saludó con gran cordialidad y signos de confianza, sumiéndome en el transitorio tormento de localizarle. Para evitar traumas posteriores, en el breve apelotonamiento de la salida forcé un cambio de tarjetas, actitud que le produjo visible asombro, pero despejó la incógnita: era mi dentista, cuya idiosincrasia iba unida al batín blanco, un espejo en la frente y el temible torno en la mano derecha. Más de una vez nos cuesta situar al conserje del gran hotel, al camarero, la azafata, al joven famoso que vemos agigantado en la televisión, vistiendo la camisieta de nuestro club, o quienes endosan una específica indumentaria.

El hombre del bar no tenía, con los demás, especial concomitancia, relación o interés. Disfrutó, como cada quisque, su época de esplendor, allá por los deslumbrantes años cincuenta, cuando eran comunes las invitaciones colectivas: "Cóbreme esta mesa, o estas copas...". No se quedaba atrás, en rumbo y largueza. Llegaron las crisis y el reajuste; o sea, las vacas flacas, muy generalizadas. El chato de vino, la cerveza, el whisky, el martini, vale dos o tres veces un trayecto de autobús, un par de diarios, dos litros de gasolina; mansamente, cada uno comenzó a pagar lo suyo, con excepciones que hacen que alguna caja se enarque expectante.

La consolidada tertulia del bar es lo más parecido al utópico reparto equitativo de cargas y riquezas. De forma natural e impremeditada se turna la fugaz esplendidez, insistiendo quien tiene corazón y cartera liberales. Sucede también con las pérdidas y beneficios entre habituales jugadores de naipes: ganan o pierden, de tal forma alternativa que los dineros se distribuyen con inmanente equidad. Claro que en toda buena república tiene cobijo, al lado del generoso, el tacaño, manera también de que el equilibrio venga consolidado.

En alguna ocasión, el grupo más bullicioso extiende los límites y ocurre quedar embolsado dentro del área del convite. Por regla general, nuestro hombre, con un discreto signo, advertía al barman: "Don Leonardo ya ha pagado lo suyo". El aludido, con gesto jovial, murmuraba: "Gracias, de todas maneras" y no se quebraba un implícito empate. El observador minucioso habría comprobado que rarísima vez se excedía de la dosis habitual: una copa de valdepeñas, quizá de rioja, en invierno, a lo sumo. Otro indicio de angostura económica era el pago inmediato de la consumición. Sólo los ricos y los gorrones aplazan este acto. Durante las pasadas fiestas el aumento de la temperatura cordial fomentaba la prodigalidad, lo que le incluyó, bien a su pesar, en vanas expresiones generosas. El otro día, cuando quedaban cuatro o cinco bebedores, escuchamos su voz, siempre medida: "Esta ronda es mía". Provocó una contenida expectación, pues era vagamente conocido su cambio de fortuna, que, siempre sucede, suele ser para peor. El menos delicado intentó rechazarlo, precisamente porque su situación actual no se tenía por boyante. Con una sonrisa de disculpa justificó el dispendio: "Me va a tocar la lotería", como argumento determinante.

Cada mochuelo volvió a su olivo, sin que se olvidara la fórmula de cortesía: "Gracias de nuevo, chico. Y muchas felicidades".

Ya nos hemos calzado el Año Nuevo como un guante o la segunda piel. Unos regresaron de las vacaciones familiares del jubilado, surgen los comentarios, augurios y lugares comunes. Con el aspecto de no haber faltado, salvo el cierre imperioso de alguna jornada pascual, el amigo Leonardo ocupaba el lugar de su querencia, despachando la copa con parsimonia. Recordé el lance y, sin otro tema de conversación, se me ocurrió preguntarle: "¿Te tocó la lotería?".

Fijó en mí la mirada, momentáneamente desorientada: "La lotería... ¡Ah, la lotería! No, nunca juego. Jamás". En ese momento me di cuenta de que sí tuvo un premio, y se lo había dado él mismo. Precisamente antes del sorteo.

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