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Pornografía y salud pública

En medio de una fuerte polémica, el Tribunal Supremo de Estados Unidos aceptó examinar, hace unos días, la constitucionalidad de una propuesta de ley ante el Congreso que intenta restringir el libre acceso a programas pornográficos transmitidos por televisión, por correo electrónico y por redes de información como Internet. Los legisladores argumentan que la pornografía constituye un peligro para la salud pública -como lo son el tabaco o la contaminación del agua-, y proponen interceptar las imágenes o mensajes obscenos. Igualmente, un fiscal federal en Múnich acaba de exigir a la red internacional Compuserve Incorporated que bloquee el acceso a más de doscientos programas sexuales por considerar que violan las leyes alemanas sobre la pornografía.La vieja costumbre de exhibir o representar públicamente actos eróticos siempre ha venido acompañada de un intento paralelo por prohibirlos. Esta paradoja quizá explique el que desde tiempo inmemorial la pornografía haya contado con un lugar preferente entre los retos más controvertidos de la democracia. Tradicionalmente, el impulso en pro de su liberación proviene de quienes piensan que es una más de las formas de expresión, es igualmente inofensiva, y su objetivo es el entretenimiento, por todo lo cual no se debe proscribir. Los del bando contrario replican que es inmoral, socava los principios sociales y debe ser censurada.

Ciertos grupos feministas insisten, por su parte, en que la pornografía es pura propaganda antimujer, constituye un intento masculino diseñado para deshumanizar y someter a la mujeres o forzarlas a realizar actos degradantes. Para estos colectivos, los vídeos pornográficos no son más que documentales de violaciones reales. Otros sectores feministas, sin embargo, opinan que esta industria beneficia a las mujeres, tanto personalmente como políticamente, porque les ofrece la posibilidad de expresar abiertamente su sexualidad sin cortapisas, ni excusas, ni culpa.

En cualquier debate sobre la pomografía, la primera disputa ue se plantea es su propia definición. Escenas que para unos son patentemente ofensivas al pudor, degeneradas o enfermas, para otros son anodinas, norma les o hasta saludables. Por otra parte, la frontera entre el mundo de la pornografia -literalmente, la representación gráfica de la vida de las prostitutas con el pro pósito de excitar sexualmente al consumidor- y el mundo del arte, que encarna el sello de la creatividad, es algo muy subjetivo, por no decir caprichoso. Obras consideradas indecentes en un momento dado son aceptadas como artísticas en otro. Sin ir más lejos, en 1894, el Tribunal Supremo del Estado de Nueva York censuró como literatura pornográfica Las mil y una noches; El arte de amar, de Ovidio; El Decamerón, de Boccaccio; Gargantúa y Pantagruel; Tom Jones; las Confesiones, de Rousseau; Fanny Hill, e incluso algunos pasajes de las Sagradas Escrituras. La retórica que rodea al significado del término pornografía me recuerda una escena del cuento de Lewis Carroll Alicia a través del espejo:

"-Cuando yo empleo una palabra -insistió. Tentetieso en tono desdeñoso- significa lo que yo quiero que signifique, ¡ni más ni menos!

-La cuestión está en saber -objetó Alicia- si usted puede conseguir que las palabras signifiquen cosas diferentes.

-La cuestión está en saber -declaró Tentetieso- quién manda aquí... ¿si las palabras o yo!".

En cualquier caso, es evidente que aunque no nos pongamos de acuerdo a la hora de definirla, la gran mayoría reconoce la pornografía en cuanto la ve.

Hoy sabemos que los espectáculos pornográficos son nocivos para los niños, sobre todo durante el periodo de latencia sexual, de los 4 a los 12 años. Aparte del daño emocional que les causa presenciar situaciones de explotación, los pequeños se perturban porque no comprenden estos actos sexuales provocativos, y se abruman al no poder explicar sus confusas reacciones ante estímulos tan desconcertantes. En cuanto a los adultos, no se ha demostrado que exista relación alguna entre programas eróticos 'blandos' y la incidencia de trastornos mentales o de violencia sexual. Pero diversas investigaciones indican que la contemplación de pornografia con un elevado contenido de violencia sadomasoquista -por ejemplo, películas que representan la violación como algo placentero o que sugieren que la víctima disfruta del ataque- estimula, a corto plazo, conductas agresivas hacia la mujer entre algunos hombres ya predispuestos a ellas.

En mi opinión los eventuales peligros de la pornografía no inciden tanto en la salud pública -según aducen los legisladores estadounidenses- , como en las creencias, los acuerdos y las pautas de conducta que configuran el entramado cultural y guían nuestra convivencia. Ciertos estereotipos, ritos y lenguajes pornográficos 'duros' vulneran ese pacto implícito de lo privado y lo público, equiparan sexo y dominio y niegan el valor comunicativo de las relaciones sexuales, ignoran el amor romántico y fomentan alucinaciones de un ideal mecanicista de sexualidad humana irreal e inalcanzable. Un problema a la hora de estudiar los efectos de la pornografía es que a menudo los revestimos con la pátina elegante de la libertad de expresión, de la educación sexual y de otros argumentos política mente correctos. Este barniz no nos deja ver con claridad la distinción entre una inocua e incIuso sana diversión erótica y la de liberada desvalorización de la persona a través de imágenes distorsionadas de sexo y violencia.

El lucrativo negocio de la pornografía -que en Norteamérica genera unos 4.000 millones de dólares al año- se nutre del capital que supone la mezcla fascinante de miedo y placer que produce en nosotros la transgresión de tabúes sexuales, la rebelión contra las costumbres, la ruptura de principios. Casi todos albergamos nuestro pabellón privado repleto de fantasías concupiscentes, impulsos primitivos y deseos excitantes. La puesta en escena de estos sueños secretos revela inevitablemente su lado oscuro y peligroso, lo que nos empuja a reglamentarlos. Los criterios que rigen el acto sexual no pueden ser entendidos simplemente como consecuencia del patriarcado, de la moralidad burguesa o del sexismo. En gran medida, son un reflejo de nuestra propia policía interna, de lo que los psicoanalistas llaman superyó. La sexualidad constituye una de las facetas más reguladas de nuestras vidas. El sexo paradisiaco -sin confines, ni temores, ni vergüenza es un mito, una ficción, una de esas 'mentiras vitales' que nos contamos a nosotros mismos y a los demás para alegrar nuestra existencia. Ninguna persona, sea un soltero promiscuo, una casada feliz, un degenerado perverso o una casta novicia, es sexual mente libre. En el fondo, la libertad sexual es una más de las tantas contradicciones de la condición humana. Lo cual explica esa ancestral ambivalencia hacia la pornografía, tan íntima, tan personal y tan de todos.

Luis Rojas Marcos es psiquiatra y presidente del Sistema de Hospitales Públicos de Nueva York.

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