Candidato único
FELIPE GONZÁLEZ dijo finalmente ayer a su partido lo que ya era obvio: que acepta encabezar sus listas en las próximas elecciones. La primera consideración tiene que ver con el tortuoso camino que ha seguido el presidente para su designación. La tardanza en la decisión al menos en contársela a sus compañeros sólo podía justificarse por la búsqueda de una salida algo mas imaginativa. Tantas semanas para acabar encontrándose a sí mismo no dejarán de sorprender a todos, salvo a los mienbros de la ejecutiva socialista, que se han juramentado a la vieja usanza para que el líder no tuviera dudas sobre la unanimidad de los apoyos.Salvado, por evidente, que los socialistas pueden elegir como candidato a quien mejor les plazca, el proceso de elección de Felipe González como cabeza de lista requiere algunas otras consideraciones. Demuestra, en primer lugar, que el PSOE carece de líder alternativo. Lo cual tampoco es sorprendente ni representa un caso único en los partidos políticos de todo el mundo. González ha marcado la política española durante toda la década de los ochenta y la mitad de los noventa. Su capacidad política está fuera de toda duda para sus correligionarios, pero también para sus enemigos, quienes han sufrido en carne propia derrota tras derrota en la presentación ante las urnas. No es fácil para ningún partido, como no lo es para ningún colectivo humano, hallar sustituto a un triunfador, y basta para ello, echar un vistazo al mundo que nos rodea y ver los fracasos que han cosechado muchos partidos al repartirse la herencia de un ganador. Pero aquí no se trataba, por mucho que así lo pensara el presidente, de un mero cambio de nombre en el cartel electoral. La necesidad era otra: había que reformar el partido para acabar con todo el lastre que han acumulado los socialistas durante sus años de gobierno. Ése era el reto, y no demostrar un gran ingenio en la búsqueda casi entomológica de un sustituto.
El problema está en el método elegido por el propio Felipe González para animar esta renovación que hiciera posible el cambio. Para comenzar, la operación fue abierta por el propio González hace ya cinco meses, cuando dejó caer entre sus colaboradores más cercanos la seguridad de que no volvería a presentarse. Pudo entonces abrir un debate y ayudar a buscar, con los dirigentes de su partido o incluso con las bases, aquel nombre que diera credibilidad y fuerza a la necesaria remodelación de políticas, cargos y nombres. Pero él mismo se cerró la puerta que había entreabierto y eligió el camino de la designación. Cuándo las carambolas políticas -méritos personales aparte- han llevado a Javier Solana a la Secretaría General de la OTAN se ha mostrado en toda su crudeza la insania del procedimiento. Por que ni siquiera la obligada prudencia en un estadista le llevó a prever recambios. Y así se ha llegado a la escenificación actual, con el propio González haciendo ver a sus compañeros los muchos males que pueden abatirse sobre los socialistas si le eligen candidato. Ni a ellos mismios debe asombrarles que la operación cause, cuando menos, un cierto estupor, si no desconfianza.
Y es que tampoco el partido ha dado lecciones de ejemplaridad a lo largo de todo este proceso. La insistencia en la bondad sin límites que representaba la candidatura de González ha tenido ribetes patéticos. Muchos de los dirigentes -guerristas, renovadores o de tercera vía, si es que existen tales categorías en el seno del partido- han perdido la oportunidad de desatar el debate, que,si González callaba no se ve por qué razón hubo de contagiarles el mutismo. Incluso el manifiesto de los 19 -posteriormente 18- ha sido tan tardío que más parece un brindis al sol que una propuesta factible para la discusión real.
Ha sido, finalmente, el propio González quien ha invocado, la última vez ayer mismo, que su presencia al frente de la candidatura podría ser ahora un problema adicional para el PSOE: porque polariza los ataques de la oposición, porque sólo con su salida amainará el enrarecido clima político de los últimos años, etcétera. Si, pese a ello, la dirección socialista ha optado por González es porque veía, más problemas, internos y externos, en las demás hipótesis. Es una decisión legítima y resulta poco democrático cuestionarla. Pero es también una decisión arriesgada. Porque retrasa la renovación interna de un partido que a estas alturas no puede plantearse su candidatura a La Moncloa en términos de "González o el desastre". Llegados a este punto, y una vez decidida la cuestión del candidato, tal vez el único argumento que se pueda esgrimir es que la forma más directa de que un Gobierno se someta al veredicto de los ciudadanos es precisamente pasar por las urnas. En marzo se verá si la decisión fue un error o un acierto.
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