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Guerras de sucesión en la Mafia italiana

El asesinato de un niño de dos años saca a la luz la sangrienta lucha por el control del crimen organizado

Ha sido un accidente completamente inútil desde cualquier punto de vista, pero ha tenido que morir un niño de sólo dos años, Gioacchino Costanzo, un fatídico 15 de noviembre, cuando le sacó de paseo Giuseppe Avetino, camorrista al que llamaba o y que era el amante de su abuela, para que el jefe de la policía de Nápoles, Ferdinando Masone, grite a los cuatro vientos lo que todo el mundo sabía: "Esto es una verdadera guerra".Desde comienzos de 1995, los enfrentamientos entre bandas rivales de ese conglomerado de delincuencia impreciso y fragmentario que se conoce como la Camorra han causado la muerte de 126 personas. Sólo en ese 15 de noviembre fueron cuatro las víctimas. Pero la violencia ha ensangrentado también otras zonas del país envueltas en otras guerras mafiosas, y especialmente la provincia siciliana oriental de Catania.

La lucha contra la delincuencia organizada tiene este reverso paradójico. El indudable éxito representado por la detención de los capos se traduce, con frecuencia, en un recrudecimiento de la violencia entre delincuentes menores decididos a conquistar la corona. Esta resaca, temida tras el incremento de la actividad policial registrada en los últimos tres años como una amenaza que se está cumpliendo ahora, es lógicamente más fuerte allí donde las mafias están menos estructuradas.

La Cosa Nostra, la mafia siciliana por antonomasia, tiene en Palermo un reino suficientemente sólido como para vivir todavía con relativa calma la profunda crisis desatada por la detención del capo corleonés Salvatore Totó Riina y de su lugarteniente y cuñado, Leoluca Bagarella. Ha habido venganzas, asesinatos cruzados de familiares de arrepentidos, y entre ellos, de alguno de los pocos que le quedaban al histórico Tommaso Buscetta. Es casi seguro que la misma esposa de Bagarella se haya suicidado o haya sido asesinada porque su hermano, Guseppe Marchese, es el gran arrepentido que está llevando a la ruina al resto de la familia. Pero no hay síntomas de lucha a muerte por el poder en el seno de la cúpula.

Catania es otra historia. La Cosa Nostra no fue allí fuerte hasta que, hace menos de dos décadas, Nitto Santapaola redujo todas las bandas locales a la obediencia. Las consecuencias de la detención del flemático Santapaola, poco después de la de Riina, han sido, por ello, más sonadas. El 1 de septiembre, tras una paz que estaba devolviendo el respiro a una ciudad martirizada por la extorsión y la violencia, dos sicarios entraron hasta la cocina de Santapaola y asesinaron a su mujer, Carmela Minniti, la más burguesa y presentable de las señoras de la Mafia. No es pensable un desafío mayor, para un capo entre rejas.

En octubre cayó asesinado en Catania Giuseppe di Mauro, un capo de segunda fila, y el pasado 9 de noviembre fue abatido Serafino Famà, un notable penalista defensor de grandes mafiosos y con fama de íntegro entre la abogacía y la magistratura. Son muertes precisas, calculadas al detalle en la lucha por el poder, como mensajes crípticos ante los que los investigadores se rascan con frecuencia la cabeza. Los asesinos de Famà incluso pidieron perdón para apartar al abogado que acompañaba a la víctima. Tras el asesinato se fueron a pie, sin prisas.

Nápoles y toda su comarca son completamente ajenos a esas sutilezas. Centenares de bandas integradas por "criminales de baja catadura que recurren al homicidio para conquistar el territorio", según expresión de Gianni di Gennaro, jefe policial de la lucha antimafia, se han combatido en Campania sin piedad, incluso en los días en que don Raffaele Cutolo proclamó que la Camorra estaba organizada, y más desde que Carmine Alfieri el último gran capo camorrista, ligado a la Mafia catanesa, fue detenido y empezó a colaborar con la policía.

A Gioacchino Costanzo, sus asesinos ni le vieron. Estaban demasiado ocupados en vaciar el cargador sobre el tío Giuseppe, de 35 años, que jugaba con el niño mientras defendía la esquina del suburbio de Nápoles donde vendía tabaco de contrabando. Gioacchino deja un padre, que trabaja honestamente como emigrante en Toscana; una abuela de 49 años, y una madre, de 29, que gritan: "A los niños hay que dejarles fuera de estas cosas".

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