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Reportaje:PLAZA MENOR: GLORIETA DE EMBAJADORES

Arrogancia y lealtad

La glorieta de Embajadores conserva su altivo nombre en la entraña de lo que se llamaron los barrios bajos, así nombrados, dice Tomé Bona en su libro Paseos por el viejo Madrid. "Con espíritu topográfico y en modo alguno peyorativo", aunque Mesonero Romanos le contradiga añadiendo a las consideraciones topográficas el refluir hacia ellos "de las clases más desvalidas de la villa". Desvalidas pero no menos altivas que los misteriosos embajadores que en 1597 se mudaron temporalmente a estas afueras para huir de una ciudad contaminada por la peste y dieron nombre a la zona. Con menos títulos que aquellos plenipotenciarios de acampada, en los confines del Rastro y del Avapiés, nace la aristocracia popular de la manolería, cuya génesis y naturaleza el mismo Mesonero glosa en sus paseos ciudadanos, definiendo los rasgos del "tipo original del madrileño, arrogante y leal, temerario e indolente, sarcástico y hasta agresivo con el poder, desdeñoso de la fortuna de la desgracia, mezcla del fatalismo árabe, del orgullo, del valor y de la inercia castellanas".En la glorieta, o el portillo de Embajadores (aquí estaba una de las puertas menores del recinto urbano) soplan vientos menos salubres que aquellos que vinieron a buscar los diplomáticos fugitivos de la epidemia. La glorieta de embajadores es un nudo de comunicaciones con parada y fondeo de autobuses humeantes que impregnan la plaza con su pestilencia, un tufo que hace añorar el penetrante aroma de una cercana fábrica de gallinejas superviviente, y aún más el de los churros de una chocolatería aún más próxima. Dos establecimientos tradicionales y modélicos, limpios y bien aseados, que resisten con sus recios y honrados productos artesanos elaborados para consumir reposadamente la vertiginosa avalancha de las comidas rápidas y engañosas. Aquí se exhibe el castizo aceite de oliva en su humeante gloria, mientras en los burguers y sucedáneos de sucedáneos se camuflan las grasas y se despacha colesterol con engañosos envoltorios.

Orgullosos, leales, indolentes y sarcásticos, los madrileños de Embajadores, árabes o castellanos, senegaleses, andaluces, payos o gitanos, observan como el sol del otoño no posee fuerza suficiente para atravesar la cortina de gases, la campana inmaterial que forman las emanaciones del transporte público y privado. Para quitarse el hollín mantiene el Ayuntamiento en esta plaza una casa municipal de baños, milagrosa institución que expende el billete de entrada a sus instalaciones al precio de cuatro pesetas, que a lo mejor sólo dan derecho a bañarse con agua fría y que, deben destinarse a la lucha contra la sequía.

La mitad norte de la glorieta de Embajadores conserva restos de su pasado esplendor, la mole colosal de la fábrica de tabacos que generó el arquetipo de la cigarrera madrileña, feudataria de las sevillanas sublimadas en la Carmen de Merimée y de Bizet, Las cigarreras de Embajadores siempre fueron más de zarzuela que de ópera, y ya se sabe: arrogantes, pero leales, sarcásticas pero no indolentes, sino todo lo contrario. La fábrica aún tiene actividad, aunque ya no se lían cigarros, sino que se envuelven cigarrillos, mecánicamente. Las cosas han cambiado mucho en los últimos años. "Ya no es como antes, que todo el barrio fumaba de gorra", afirma un empleado de la casa, un caserón de recia y sencilla construcción edificado en 1790 como fábrica de aguardientes y licores, reconstruido varias veces, "después de los diferentes y harto frecuentes incendios que ha sufrido", dice el cronista Pedro de Répide, "con gran asombro de los fumadores, que han llegado a observar que las hojas nicotinianas no son materia combustible más que antes de ser ofrecidas al público en forma de cigarrillos y e cigarros, más o menos puros". Aunque Répide dudase de la combustibilidad y pureza de los productos que allí se elaboraban, no apunta lo mismo sobre sus elaboradoras, que, según el cronista, "constituyen un elemento tan donoso y pintoresco de la vida popular madileña". Las cigarreras siempre fueron mayoría entre el personal de una fábrica que empleaba, en tiempos de Mesonero Romanos (alrededor de 1850) a 5.000 operarios, y que llegó a tener colegio y guardería.

Junto a la fábrica de tabacos, destaca la verja que un día circundó el parque del Retiro y hoy rodea una armónica construcción de ladrilo neomudéjar, que conserva en su entorno retazos de un antiguo jardín botánico, el Casino de la Reina, regalo del pueblo de Madrid a doña María Isabel de Braganza en 1816. El jardín y su palacete desaparecieron para dar paso a un edificio mucho más prosaico aunque de utilidad pública, la Escuela de Veterinaria, institución fundada en,1793 por el mariscal de las caballerizas reales don Bernardo Rodríguez, que había estudiado en Francia los últimos avances de la medicina zoológica. La escuela, edificada sobre los terrenos del desaparecido jardín real, alberga hoy un, populoso instituto dedicado a la memoria de Cervantes.

En el otro lado, más moderno e impersonal, destaca el decrépito reclamo de unos almacenes populares y en las aceras florecen otros ingenios y pe Iqueñas industrias multiétnicas. Un africano en cuclillas ordena reposadamente los pañuelos de su tenderete mientras un colega ofrece tabaco de contrabando a la puerta del metro, sin percatarse de la proximidad de la fábrica. Hay un vendedor de plátanos con dos racimos escasos sobre una caja de cartón y un quincallero gitano que trata de convencer a una cliente de que se decida a comprar un rutilante cinturón plateado antes de que aparezcan los guardias y fastidien la operación con sus remilgos burocráticos. Hay puestos de flores, quioscos de periódicos y varias garitas de la ONCE, casi tantas cómo sucursales bancarias usurpando el lugar de bares y tabernas. No todas van bien; en el inicio de la Ronda se traspasa el local de un banco y a lo mejor ponen en su lugar una cervecería como la que en la acera de enfrente se enorgullece, con todo merecimiento, de sus mariscos, sus conservas y su vermú de grifo. Abundan los restaurantes económicos y hay al menos una fábrica de patatas fritas, una pastelería, carnicería y pescadería, todos establecimientos bien surtidos y frecuentados por una clientela fiel y de toda la vida.

Ni las prisas, ni los autobuses, ni los guardias han conseguido alterar en profundidad ni el ritmo de vida ni los modos de los orgullosos, sarcásticos, leales y fatalistas más que indolentes pobladores del altivo corazón de los barrios bajos.

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