Carnet parra deambular
Como si se quisiera volver al primer amor y reiterar los primeros errores, la gente de mi generación nos movemos por la ciudad en el transporte colectivo, y hemos aparcado el automóvil para siempre. Me refiero a quienes lo tuvimos y, en la forzosa jubilación de los años y de la fuerzas, renunciamos a la inhumana competición por encontrar sitio libre donde dejarlo. Aunque les cueste creerlo, existen motivos de jactancia al afirmar que ya no poseemos vehículo propio, escamoteando la circunstancia de que los recursos económicos son los que impiden adquirirlo, sustituirlo, mantenerlo y aparcarlo.En consecuencia, me considero un habitual del ferrocarril metropolitano, de los autobuses, y, cuando la ocasión lo requiere, del taxi. Llegamos a esta cumbre de la independencia personal, a través de una pusilánime aclaración, que nadie solicita: "Es más cómodo y rápido. Cuando estoy en París, Londres o Nueva York, siempre tomo el metro". Los que así se expresan quizá hayan visitado esas ciudades en grupo turístico o, ni siquiera, aunque hoy día, el personal se mueve. vertiginosamente.
Me tengo, pues, por persona en esta peripecia cotidiana, que procura un sinnúmero de satisfacciones, como observar a los semejantes y... ¡bueno, hay más, que ahora mismo no recuerdo! Casi tenía olvidada la juvenil condición de usuario de tales medios de transporte, reservando cierta nostalgia para los tranvías y trolebuses, enhoramala exiliados de Madrid. A poco del retorno me atormentó la sospecha de que el metro estaba robotizado, conducido a distancia y que eran simples maniquíes impasibles, lo que se adivinaba en la cabina del primer vagón, para infundir confianza en los andenes. Consta que se trata de seres vivos, de vez en cuando acompañados por algún futuro colega, en viaje de prácticas. También da fe de su humanidad el hecho, alguna rara vez sorprendido, de que sea el único fumador del convoy, él solito, tan campante.
Los conductores de autobús son un muestrario del comportamiento usual del hombre moderno. Simpáticos, dicharacheros, iracundos, serviciales e incluso amargados, como víctimas de una sociedad especialmente, injusta y cruel con ellos... Algunos hay que abren las puertas ante el patético requerimiento del viajero rezagado; otros, traslucen su veteranía consintiendo que nos bajemos junto al semáforo anterior a la parada. No faltan -yo diría que sobran- los que convierten el vehículo en una cápsula espacial, acelerando y frenando hasta el límite de la contingencia de su transitoria tripulación. Alguna vez he podido -al menos fue intentado- rescatar a personas ancianas, catapultadas hacia la zona posterior tras una arrancada vigorosa. Yo mismo soy un cauteloso superviviente mas.
Los tales conductores parecen encontrar un refinado placer en aplicar, estrictamente, los reglamentos, innecesaria severidad en una ciudad, como la nuestra, una de cuyas señas de identidad es cierta amable anarquía, templada por el desdén hacia cualquier norma coactiva.
Hace unos días -por necesidades del servicio, sin duda, cuya entidad jamás es transmitida, como si fuera materia reservada- el chófer advirtió a los aspirantes:
¡Sólo hasta El Corte Inglés!
Los indígenas sabemos, más o menos a qué lugar se refería, aplicable a casi todas las líneas; suele quedar hacia la mitad del trayecto. Pero ello no es exigible al forastero, desconocedor de la toponimia urbana. Uno , inquirió: "¿Cómo dice?".
Que a El Corte Inglés sólo. ¿Está sordo?
Alguien ilustró, con amabilidad, dónde concluía aquel recorrido. Otro pasajero zumbón, heredéro del Madrileño con guasa, pretendió tomarle el pelo:
Pero, hombre de Dios, ¿es que no ha sacado el carnet para circular por Madrid? Cómprelo en cualquier estancó. Y reclame la brújula y el plano. Va en el precio.
Lo tomó con buen talante, asumiendo la chanza. A mi lado, un contemporáneo, malhumorado, masculló que era una tontería temeraria formular, en voz alta, la mera posibilidad de que el municipio, la comunidad o el mismo Estado agarre al vuelo la idea, imponiendo a la ciudadanía un nuevo tributo para andar por las calles. Exageraba, pero más vale estar prevenidos; no es descabellado.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.