Sigue la novela
Lo mejor y lo peor de la vida es que no tiene argumento. Temas, unos cuantos, brevísimos, pero argumento... La vida se desboca y todo intento de embridarla resulta infructuoso. Bien lo saben los novelistas experimentales, que son los únicos que todavía pretenden meter la vida -y no su cuento- en la novela. Hasta ayer, la historia de Mario Conde discurría por unas veredas argumentales previsibles. Hasta plácidas, en su naturaleza seriada. Era, sin más, el hombre que se había equivocado en todo. La descripción de su error, de su derrota, iba procurando la aparición de una suerte tremenda de cadáveres: algunos provocaban cierta sorpresa, pero todos se iban acomodando al patrón decisivo de la historia: meras novedades significantes en el cañamazo de un significado dado.Y en el patrón, refulgiendo en la sombra, aparecía un caballero muy novelesco. Aparecía, vamos a decirlo, un villano: el juez Moreiras. Líbreme Dios y la precedente y procedente cursiva de un auto de prisión por injurias: el juez Moreiras, mero personaje, es a quien me refiero. Ese tipo de hombre era muy necesario en todo esto: era el incrustado, el resbaladizo, el melancólico. Hacía compatible la general fe en la justicia con la quiebra que todo lo humaniza: en un paisaje de jueces de hierro, verdaderos, sin reproche posible, Moreiras adoptaba un blando perfil manejable. Era un descanso de duda, entre tanta verdad a los cuatro vientos desatada, enfatizada. Era una garantía de que la novela se iba cumpliendo.
Ayer, ese hombre volvió por unas horas a la vida dictando cárcel para Conde, y una parte sustancial de la novela saltaba por los aires. El argumento vacilaba, los personajes se revolvían en una ininteligible espiral de caracol, colgaban los cabos de la madeja, amputados, reclamando sentido. Pero sólo por unas horas. La novela no ha muerto. Y sigue todavía.