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Islam: risa y certidumbre

Emilio Menéndez del Valle

Es probable que el islamismo -que oscurece y rapta al verdadero islam- tenga difícil su éxito a gran escala. A pesar de que, en gran medida, han logrado hegemonía cultural e intelectual en el movimiento radical y, en ocasiones, en varias sociedades musulmanas, a escala internacional los islamistas no constituyen una alternativa. Son más bien un signo de crisis. En el mundo de nuestros días, todavía bajo la preponderancia del Estado-nación, el islam político carece de los requisitos estructurales para imponerse en las relaciones internacionales, lo cual no quiere decir que no pueda triunfar, eIectoralmente o por otra vía, en sociedades concretas, pero probablemente será incapaz de transformarlas en la línea pensada, esto es, no podrá inventar una nueva sociedad. En este sentido, tiene razón Olivier Roy cuando escribe que el fundamentalismo islámico no constituye un factor geoestratégico determinante, o Ernst Jünger cuando, a sus 100 años de edad, explica que la amenaza del islam no es relevante frente a la supremacía tecnológica occidental.Sin embargo, hoy día la cuestión no estriba tanto en las posibilidades de éxito de las aspiraciones universalistas del islam como en la demostrada capacidad de su versión extrema y violenta para -sobre presupuestos que, muy posiblemente, significativos sectores sociales comparten- tener en jaque a determinadas colectividades y a toda una región, la mediterránea, en situación de mayor o menor estabilidad permanente. Una región que es la nuestra inmediata y cuya orilla sur adolece de un nivel de infradesarrollo y miseria más qué suficiente como para que la acción del fundamentalismo tenga eco. No sólo la armada, sino también aquella que lleva a cabo una metódica labor asistencial -que Gilles Kepel denomina "islam desde abajo"- en numerosos barrios urbanos y pueblos a los que no alcanza la asistencia gubernamental.

El mismo Jünger que minusvalora la amenaza islamista -en metáfora insuficientemente explicada- califica el siglo XXI de época en que "regresarán los titanes". Para algunos, esos titanes son... los fundamentalistas. Si bien es Samuel Huntington el más conocido (y uno de los más moderados) representantes de la teoría del choque de civilizaciones, no es el único. Patrick Buchanan nos recuerda que "durante un milenio la lucha por el destino de la humanidad tuvo lugar entre la cristiandad y el islam. En el siglo XXI puede serlo de nuevo". Mientras que Bernard Lewis habla de que "nos encontramos ante un choque de civilizaciones, ante la, quizá irracional pero con seguridad histórica, reacción de un antiguo rival contra nuestra herencia judeocristiana, nuestro presente laico y la expansión mundial de ambos".

Poco consuelo puede derivarse de que el fundamentalismo no constituya una amenaza de carácter global si, para nosotros, puede serlo de carácter regional. ¿Quién garantizará, además, que la una no acabe desembocando en la otra? No obstante y por próximos que al siglo XXI nos hallemos, más debiera preocuparnos el aquí y ahora. No sólo porque para los protagonistas de la supuesta amenaza -los islamistas- tal siglo no existe todavía ni cronológica ni tecnológica ni culturalmente, sino también porque Occidente es responsable -aunque sólo en parte- de la postración, miseria e identidad triturada que potencia el extremismo fundamentalista. Sólo una cooperación, una corresponsabilidad, la asunción inteligente de una escuela del interés mutuo de ambas orillas -geográfica y culturalmente hablando- podrá lograr que la amenaza se diluya y el sentido y el bienestar comunes imperen.

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Ahora bien, para que ello -con el tiempo- sea posible, es necesario por nuestra parte renunciar a la arrogancia ya la imposición por la fuerza de valores pretendidamente universales, amén de un oportuno programa -controlado- de codesarrollo socio-económico. La labor de la otra parte, la, de la orilla sur, es más difícil de conseguir a corto plazo. La resumiría en el necesario abandono de las certezas absolutas. El islam necesita una reforma que haga inviable el fanatismo islamista. La democracia nació en Europa en el momento en que renunció a la certidumbre, esto es, cuando se extendió la creencia de que un hombre no puede imponer a otro su propia certeza. En el norte y centro de Europa se enseña en las escuelas que la democracia es hija de la Reforma protestante. Con razón. A partir de ella, el individuo era responsable ante la divinidad por la manera en que vivía su propia vida. La Iglesia podía difundir una determinada concepción de la voluntad de Dios, pero, en última instancia, únicamente decidía la persona, cada persona. Se desvaneció entonces el concepto de divinidad como única, absoluta y obligatoria fuente de referencia en lo público y en lo privado, en lo religioso y en lo político. Esa, reforma desconocida aún en el islam y que el fundamentalismo entorpece- permitió en 1689 a John Locke escribir (Carta sobre la tolerancia) que "aunque la opinión religiosa del magistrado esté bien fundada, si yo no estoy totalmente persuadido de ello en mi propia mente, no habrá seguridad para mí en seguir ese camino. Ningún camino por el que yo avance en contra de los dictados de mi conciencia me llevará a la mansión de los bienaventurados".

En Occidente, la Revolución Francesa y la absoluta confianza hegeliano-marxista en la racionalidad de la historia introdujeron, durante un lapso más o menos largo, la ilusión de otro tipo de certidumbre. De nuevo perdida hoy, en una sociedad algunos de cuyos sectores se declaran posmodernos, incrédulos e inseguros. Según Baget Bozzo, la pérdida de la antigua confianza sin haber reencontrado el concepto estoico y cristiano de la providencia hace que lo nuevo parezca amenazante y el pasado se revele como el cálido corazón de la certidumbre. Algo de ello sienten los islamistas cuando preconizan una vuelta al pasado y un retorno del islam a la política.

Es posible que François Burgat tenga razón cuando sostiene que el islamismo es el ruido que hace la garganta árabe cuando traga la modernidad, no cuando la rechaza, pero la Reforma islámica de - que hablamos y que apoyan ilustres musulmanes, como Mahmud Taha, Abdullahi An Naim, Bassam Tibi o Mohamad Ghunaimi, está por hacer. Esa reforma -que resultará menos difícil si nuestro mundo colabora para que la miseria sea aliviada, reduciendo así el caldo de cultivo propicio al extremismo- no echará raíces hasta que el derecho al disentimiento, fundado en la relatividad de las propias certezas, se asiente en el mundo islámico. De todos modos, la responsabilidad no es únicamente de los fundamentalistas, pues prácticamente ninguno de los Gobiernos de los Estados en que operan consiente el disenso. Gobiernos que, por lo general, son amigos o aliados de Occidente. ¿Podrán los islamistas moderados -¿los hay?- avanzar hacia la aceptación, primero doctrinal y luego práctica, del disentimiento, abandonando la certidumbre? %Sabes que los islamistas han protestado por la censura a la que me somete el Gobierno? Dicen que el islam no tiene nada contra la risa, que su enemigo es la injusticia", manifestaba recientemente a Javier Valenzuela el humorista marroquí Ahmed Senussi. A la confianza de Senussi se pueden oponer estas palabras de su compatriota Tahar Ben Jelloun: "Los integristas persiguen a los escritores porque saben que un creador de ficción introduce la duda y a veces la risa en la fortaleza de la certidumbre. La duda puede pasar. La risa resulta insoportable. ¿Qué futuro puede esperar una sociedad que ha olvidado la risa?". Como dice Jünger, vivimos un mal momento para los poetas.

¿Será capaz la cultura política islámica de poner en tela de juicio las "verdades absolutas"? Aceptemos, aunque sea temporalmente, el optimismo de Fátima Mernissi, asimismo marroquí y condenada a muerte mediante fatua islamista decretada en Al Magrib al Aqsa: "No garantizo que se pueda comprender todo lo relativo al conflicto islam-democracia. Sólo los imames y los presidentes de las repúblicas islámicas pueden ofrecernos ese tipo de certezas. Pero, como mujer, sé que explorando ambigüedades, analogías y paradojas pueden descorrerse todos los cerrojos ancestrales y los miedos de que son guardianes". ¡Imshallá!

Emilio Menéndez del Valle es embajador de España

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