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Madre dolorosa

Fernando Savater

En un artículo reciente (La destructora de mundos, EL PAÍS, 17 de septiembre de 1995), donde repudia las pruebas nucleares francesas de Mururoa, mi amigo Rafael Argullol se plantea una pregunta -a su juicio, "fundamental"-, pero algo desconcertante: "Tiene derecho el hombre a provocar el dolor de la naturaleza?". Aclaraba luego su demanda señalando que, según él, es preciso superar el carácter inanimado de la naturaleza e identificarnos internamente con ella, hasta el punto de sentir como propia "su armonía y su desgarro". Es inevitable la violencia en la naturaleza, dice, pero deberíamos prohibirnos la brutalidad contra ella, entendiendo por brutalidad -según la definición que Jean Genet formuló en otro contexto- la violencia mediante dominio. No basta según él con la encomiable defensa del medio ambiente para asegurar la supervivencia del hombre, sino que hay que afrontar valientemente "la paulatina superación de nuestro egoísmo antropológico". Aunque luego, a mi modo de ver algo contradictoriamente, identifique la brutalidad contra la naturaleza con la brutalidad contra los hombres (sin especificar si también es válida la inversa) e incluso escriba "la naturaleza, es decir, la humanidad...", sus tesis sobre el naturicidio se parecen a lo que suele llamarse "ecología profunda" y yo he denominado ecolatría. Me gustaría discutirlas brevemente.De entrada, la idea de causar dolor a la naturaleza resulta tan peregrina como la de regañar con el triángulo isósceles. La naturaleza no es inanimada ni animada sino ambas cosas y todos los grados intermedios que puedan darse en los seres reales. Son ciertos seres los que padecen do lor por su condición natural, no la naturaleza, del mismo modo que ciertos seres son vertebrados pero la naturaleza no es vertebrada. De hecho, fuera de los seres concretos existentes, la naturaleza (¿deberíamos ponerle mayúscula?) es una hipóstasis notablemente mitológica, según he apuntado en la voz correspondiente de mi Diccionario filosófico. Quizá Argullol podría haber superado esta objeción hablando del planeta tierra en lugar de la naturaleza, según la doctrina amablemente fantástica de que nuestra madre Gaia es un ser vivo colosal en el que habitamos y que repele a su modo las agresiones que sufre, lo mismo que en aquella historia de Conan Doyle la tierra lanzó alaridos cuando el profesor Challenger le clavó en la médula su impío aguijón. Pero si es de la naturaleza de lo que en serio hablamos, es imposible hacerla sufrir porque el dolor es parte de su propia normativa: un ser vivo puede causar dolor a otros seres vivos mas no a la naturaleza, lo mismo que yo puedo provocarme una indigestión a fuerza de comer fabada pero nunca empacharé al sistema digestivo.

¿Podemos acaso ser brutales en nuestro dominio de la naturaleza? Es evidente que el hombre es a menudo brutal con otros seres vivos, incluidos los de su propia especie, pero no alcanzo a ver cómo podría serlo con la naturaleza misma. Sólo un ingenuo antropocentrismo machista cree que somos capaces de violentar a la naturaleza o de dominarla por la fuerza. Los antiguos, bastante más sabiamente, ya dejaron dicho que a la naturaleza sólo se la puede dominar... obedeciéndola. Nada puede hacerse contra la naturaleza, es decir a despecho, de sus pautas: cuanto hacemos respeta escrupulosamente el orden natural, que abarca por igual la selva amazónica y la lluvia ácida, la fisión nuclear y la energía solar, la dieta mediterránea y el virus del sida. La fanfarronería ignorante es la que proclama que el pesado Jumbo vuela desafiando a la ley de la gravedad; quien ha estudiado un poco sabe que vuela gracias a que la conoce y la cumple. También es mero antropocentrismo creer que las organizaciones naturales que conocemos son la naturaleza y que cualquier alteración es catastrófica. La naturaleza no tiene más amor a cada una de sus configuraciones que el caleidoscopio a la disposición eventual que en cada caso toman sus cristales, como demuestra el devenir de las galaxias y la genealogía de nuestro propio planeta, donde la vida ha llegadoa surgir merced a una serie de inenarrables catástrofes para nosotros afortunadas. No ya la modestia sino la simple cordura obliga a reconocer que los hombres ni "dominamos" a la naturaleza ni "violamos" sus disposiciones: sencillamente la obedecemos más o menos inteligentemente para reordenar de un modo que creemos beneficioso -y que bien podría sernos letal- las azarosas combinaciones del eterno caleidoscopio.

Nos propone Argullol en su artículo dos objetivos que me parecen contradictorios: por un lado, nuestra identificación interna con la naturaleza y, por otro, la superación de nuestro egoísmo antropocéntrico. Pero precisamente ese egoísmo que convierte a nuestra especie en el centro del universo (no según el universo, sino según nosotros) es lo que más plenamente nos identifica con la entraña misma de la mitológica naturaleza. Tal egoísmo debe ser muy "natural" porque es obligatorio entre los seres vivos y cada cual lo cumple de acuerdo con sus posibilidades. Puede darse cierto altruismo in traespecífico entre animales (es decir, que un miembro de una es pecie se sacrifique a otro congénere por aquello que los sociobiólogos llaman "egoísmo genético") pero no existe ejemplo de que los miembros de una especie se sacrifiquen por los de otra, no digamos ya por la vida en general. Utilizar cualquier tipo de trucos o agresiones para asegurar la prosperidad del propio grupo paiece ser el mandamiento más íntimo de la naturaleza. También lo es la despiadada inmolación de individuos para conseguir al gún beneficio acumulativo -la naturaleza parece segura de que siempre habrá repuestos- y la depredación sin miramientos del entorno -la naturaleza nunca ahorra, a cada especie sus límites se le imponen por la fuerza de otras- por lo que el capitalismo salvaje parece un buen ejemplo de contacto íntimo con lo natural, según señaló en su día Marx con sobrenatural indignación.

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Me atrevería a insinuar que la parte ya no humana sino humanitaria de nuestra civilización se debe más bien a cierta ineptitud de nuestra especie para ser natural con plena.... naturalidad.

En cualquier caso ¿qué falta hace esgrimir a la madre naturaleza para protestar contra Chirac? Los perjudicados por sus pruebas nucleares son los habitantes de Oceanía en primer término y quizá todos los humanos después, si tales ejercicios de prepotencia dañan los mares del único planeta en que vivimos o propician el relanzamiento de las armas nucleares que pueden destruirnos a todos, de tal modo que sólo se salve precisamente la naturaleza. Francamente, no me convence esta nueva mística que se empeña en cimentar reivindicaciones humanamente razonables en una mitología que teóricamente descarta el primordial interés humano como un bajo prejuicio. Cuando oigo la jerga que interpela a la naturaleza, recuerdo con aprobación aquella prosopopeya de Carlyle que previene contra el engaño de todas las demás: "Nature admits no lie".

Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense.

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