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Fechorías judiales

Carta abierta a Enesto Ekaizer

Don Ernesto:Quizá debiera comenzar esta carta de otra manera pues lo convencional es dispensar algún sentimiento al destinatario. Sin embargo, en esta ocasión, para que apenas empezar se note que nada siento por usted, me limito a dejar constancia de su nombre y a pedirle que disculpe la licencia que me tomo. También le ruego, en pro de valores no prescritos, que prepare su mejor ánimo y ponga en remojo su serena atención.

He leído las imputaciones que me hace en su trabajo de ayer [domingo 24] en el diario EL PAÍS. Y pasadas las 24 horas de cortesia durante las que he revisado sus antecedentes de corruptor de evidencias, he decidido que mís palabras encuentren a las suyas allí donde me buscan, sin descartar, pese al esfuerzo que haré por evitarlo, que la ofensa replique a la ofensa. Reconózcame que son ya demasiados los agravios como para que no rompa el silencio con el que he procurado tolerarle. Teneo el convencimiento de que le he consentido mucho y además sin rechistar. Y no me arrepiento. Recuerdo., por ejemplo, una columna suya aparecida a mediados de noviembre del año pasado con el título de El corazón de los fiscales, que era ácido sulfúrico puro y a la que respondí con estoica resignación. Pero bueno, el sabio recomienda paciencia, y tenga por seguro que lo que ahora le digo acarrea efectos retroactivos. Por cierto, le recomiendo aquel viejo consejo castellano que dice que es peor que mejor pasar la lengua sucia sobre la vida, los amigos, la familia y los afectos del prójimo. Pero ya que se ha tirado por el barranco de esa repugnante necedad, tal vez no esté de más que repase sus calamidades pretéritas. Discúlpeme, pero me dicen que su caso es un problema de histeria. No lo sé, pero si así fuera, sepa que yo a los histéricos siempre les concedo medio kilo de gracia para que puedan seguir funcionando; pero no más, no vaya a ser que la frugal excitación degenere en crónica tara.

Yo creo, don Ernesto, que en toda la información que da sobre mi intervención en el nombramiento del juez Manuel Gaircía Castellón, usted lleva mucho tiempo mintiendo y, lo que es peor, que lo hace de forma dolosa. Usted guarda en su conciencia, porque personalmente le envié toda la documentación, que mi postura en este asunto ha sido firme y nítida desde el principio. Usted, lo mismo que el propio juez y otros cualificados miembros de la Audiencia Nacional, conoce que fui uno de los promotores de la comisión de servicios del señor García Castellón para que éste lograse el destino que anhelaba. Y como siempre me ha gustado dar la cara por lo auténtico, le diré que usted, precisamente usted con otras malas companías, lleva excesivo tiempo zascandileando en ese enredo vulgar de tramas judiciales que lo único que buscan es borrar el emblema del juez ecuánime que necesita nuestra sensata ciudadanía.

Mire, señor Ekaizer yo tengo la impresión de que en esta historia judicial usted ha jugado con tal entusiasmo a mentir y de paso a ofender, que no está del ando la cabeza más que a aquellos títeres que saborean sus empalagosos dulces de leche. Dedicarse a ofender puede ser divertido pero también puede ser peligroso y sin duda desorientador porque, cuando llegue el día en que nadie le crea, lo más seguro es que no encuentre habitación donde alojarse.

Don Ernesto, cuando leí sus primeros artículos sobre la justicia a mí me parecía que tiraba por el camino de la verdad y la decencia; luego, al poco tiempo, me di cuenta que estaba equivocado, que lo que le gusta es el atajo del doméstico servilismo y la intriga de medio pelo. La justicia, señor Ekaizer, no es, como a usted le gusta pintarla, ni un duelo ni una guerra civil desarmada; es algo mucho más casero y sencillo, servido por gente normal y dispuesta a que su trabajo no deje huellas irreversibles. Si me permite un consejo de juez, hágame caso y evite hacer con la justicia una apología de la tensión entre buenos y malos. Tampoco es conveniente para una recta justicia ni aplaudir la mediocridad, ni censurar al incómodo, ya que con estos gestos lo más probable es recalar en la mezquindad. Hemos de tener presente que es demasiado fácil, pero también demasiado arriesgado, el subvencionar vanidades como utensilio para determinados fines, pues, al final, todos pagaremos un precio desproporcionado, empezando por aquellos barbados corsarios que asaltan los despachos judiciales para hacerse con el botín del sigilo sumarial.

Bueno, don Ernesto, la memoria le apuntará que tenemos una cita que, por cierto, está pendiente de celebrar por culpa más suya que mía. Y, tanto si se produce como si no, quiero que sepa que si su actitud ante la verdad es de respeto, usted, con la herramienta de su pluma, será bien recibido. Pero si lo que pretende es seguir estrujándola o zarandear dignidades, mi remedio será mandarle no a sitio que pudiera ser poco correcto, pero sí al célebre curandero de El Calafate que usted conoce y que a lo mejor le endereza el buen sendero del que nunca debió apartarse.

Termino, señor Ekaizer. De verdad, en materia de justicia no se puede ser frívolo. Cierta vez, un gremial colega mío me dijo que estaba próximo el día en que la justicia sería lo más importante del mundo. Y comprendo que haya personas que no piensen así. Son quienes pululan por las hediondas esquinas financieras y políticas, y es sabido que desde tan promiscuo amasijo lo único que se puede predicar es la moralidad del vacío. Y supongo, don Ernesto, que estará de acuerdo en que, sea por instinto de conservación, sea por la variedad de vicios, todos los de esa escuela manejan a la justicia como una cliente.

No quiero que se me olvide: ¿sabe por qué el título de esta carta?. Espero que sí, pero como estas palabras no son íntimas, lo explicaré para quienes me leyeren. Fechoría es el nombre de un restaurante de Buenos Aires. Sus dueños lo llamaron así en gratitud a una yegua que les dio mucho dinero en el hipódromo de Palermo.

Don Ernesto, por mínimo que haya sido, le agradezco el detenimiento, dispensado a mis palabras. Al igual que cuando empecé, quedo suyo; y, por favor, si me devuelve el saludo, no hace falta que se descubra. Me basta con un noble y manso movimiento de cabeza mientras se toca el ala de su sombrero.

25 de septiembre de 1995

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