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La impotencia de la política

El descrédito de la política es hoy uno de los fenómenos más generalizados y persistentes en los países de tradición democrática. Apoyan esta afirmación tanto la casi totalidad de encuestas, sondeos y análisis de datos secundarios existentes como los estudios y reflexiones elaborados a partir de ellos.Y sin embargo este descrédito, que se traduce casi siempre en rechazo, es por demás paradójico, pues, en términos económicos, que son los más significativos para el ciudadano medio, la política le cuesta algo más del 50% de sus ingresos, que el Estado y los políticos -los gobernantes y sus oponentes- le sustraen en concepto de impuestos directos e indirectos, para, de alguna manera, devolvérselos en prestaciones cuya naturaleza, modalidad y cuantía sólo de ellos dependen.

¿Cómo explicar, pues, más allá del inconsistente argumento del masoquismo colectivo, llámese alienación asumida, servidumbre voluntaria o como se quiera, esa absurda relación coste-producto? Por la convicción, cada vez más arraigada en la gente, no sólo de su incapacidad para influir en las decisiones políticas, sino, de modo especial, de la impotencia de la política misma para proponer soluciones válidas a los grandes problemas de la sociedad actual.

Impotencia política que deriva, en medida importante, de la incompetencia de sus agentes -mediocridad de los líderes, funcionarización de los cuadros, asalaramiento de los militantes-; de la burocratización de sus prácticas -convertidas en ejercicios rituales sin otro propósito que su perpetuación-; de la perversión de sus instrumentos -por ejemplo, esas escuelas de formación y ciudadanía que fueron en su origen los partidos, transformados en máquinas para la conquista y disfrute del poder-; de la corrupción de sus usos -que con tanta frecuencia sólo guían el provecho y el privilegio-.

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Si nos ponemos a contar los grandes estadistas mundiales nos sobra con los dedos de una mano, sin olvidar a los cabeza de opinión que quieren moralizarnos y nos predican con el ejemplo de sus sueldos millonarios, sus fiestas y sus lujos.

Pero ese sentirse impotentes para determinar el curso político es, sobre todo, consecuencia de conocer la inadecuación a la sociedad actual de los sistemas, formas y modelos que nos rigen y de que nos servimos. La democracia, el menos malo de los sistemas políticos, funciona cada vez peor, sometido a una quiebra múltiple que ha privado de sentido a la representación, que es su piedra angular; ha acabado con la participación ciudadana, que es su motor principal, y ha hecho imposible el debate político, que era su mecanismo privilegiado de implicación. Sin que aparezcan por parte alguna alternativas, ni siquiera teóricas, susceptibles de dar efectividad a los irrenunciables valores democráticos.

La economía de mercado, el menos malo de los sistemas económicos de que podemos echar mano, está produciendo un nivel de oligopolización que no podía imaginar ni el Marx de 1864; deja en la cuneta, en la perspectiva mundial, a cuatro quintas partes de la humanidad, y margina, cuando no recluye definitivamente en la exclusión, al 40% de la población (parados y tercera-cuarta edad sin recursos), eliminados del proceso económico y condenados a la inexistencia social y ciudadana. Sin que la arrogancia y la incapacidad de sus gestores y beneficiarios les permita, al menos, abrir la reflexión a una economía que haga compatible el mercado con las reglas de juego y con la solidaridad. Una economía no de mercado, sino con mercado.

El Estado, que es la única forma de organización política global de que hoy disponemos, ha alcanzado cotas tan altas de desprestigio que su descalificación es casi unánime. Su consideración como un aparato a la par ineficaz y opresor es resultado de su fuerte expansionismo económico, social y político a lo largo del siglo, y de la doble crisis de eficacia y de soberanía a que está sometido. La complejidad de nuestras sociedades es, quizá, la causa principal de la ineptitud gestora de los Estados, que encuentra en la degeneración de la seguridad ciudadana, en las deficiencias del funcionamiento colectivo, en el desastre de los servicios sociales, en el naufragio de la educación. pública, los efectos más insoportables para los ciudadanos. Hemos pasado del Estado del bienestar al Estado del malestar.

Hay que agregar que su dimensión fundamental, la soberanía, se ve fuertemente atacada por arriba -planetarización de los problemas y de las soluciones, mundialización de las instituciones y de los actores- y por abajo -subcontextos territoriales con vocación de sujetos políticos colectivos y grupos sociales con legitimación comunitaria- Sin que estas impugnaciones comiencen a dar paso a un nuevo modelo de estructura pública global capaz de conciliar independencia nacional e interdependencia mundial, autonomía individual y soberanía colectiva, pluralismo y gobernabilidad, modestia de medios y eficacia de resultados, autocontrol y legitimidad.

La sociedad civil, arca de Noé en que nos hemos guarecido ante el hundimiento del Estado, hace agua por todas partes. La glorificación de que, a caballo de la ola neoliberal, ha sido objeto duran te la década de los ochenta quiso hacer de ella la panacea de todos nuestros males, cuando precisa mente la transformación del trabajo en un frágil privilegio y la ruptura de la cohesión social des garraban su entramado civil y cuestionaban dramáticamente su alcance y cometido. La violencia individual y colectiva, la reducción del pluralismo a neocorporativismo fragmentador, la constitución del tribalismo en principio básico del orden social, ha cían inevitables (¿irreversibles?) las múltiples fracturas sociales que amenazan su existencia. Sin que se aspire en parte alguna a reconstruir y restablecer el vínculo social mediante el fortalecimiento de la relación conflictiva y complementaria entre soberanía individual e interés común. ¿Qué hacer? ¿Cómo devolver a la política su vigencia? Antes que nada, suscitando y manteniendo, durante el tiempo que haga falta, un gran debate en torno de estas grandes cuestiones que los constituya en temas centrales de la opinión pública. Pero no esperemos que sean los políticos, colgados de sus calendarios electorales y obsesionados por sus guerras partidistas, por las encuestas. y los votos, quienes apuesten a este objetivo. Y, dado su escasísimo crédito, tal vez sea mejor así. En nuestras democracias de opinión los mejores valedores de un tema o de un proyecto son los medios.

Imagínense en España la capacidad de movilización temática de nuestros periodistas es trella (presentadores, columnistas, tertulianos) alimentando día a día ese debate. Claro que están haciendo obra necesaria con la presentación cotidiana de nuestros dos cánceres más avanzados. Pero por execrables que sean el terrorismo de Estado y la corrupción de los políticos, no dejan de ser efectos de los que no evitaremos la reproducción si no atacamos sus raí ces, sus causas estructurales. Por eso hay que intentar dar respuesta a las grandes cuestiones pendientes con las que esta mos saliendo del siglo. En España hemos tocado fondo y es evidente que un cambio de mayoría, por saludable que sea, no va a sacamos a flote. Pero puede ser la ocasión de esa gran sacudida de la ciudadainía susceptible de devolverle a la política primero su credibilidad, luego su potencia. Hay que acabar con el pensamiento único y sacar el debate del callejón sin salida en que lo sitúan los falsos imperativos: la oligarquía de los partidos como indisociable de la democracia, el éxito como rasero de la eficacia, el paro como exigencia de la productividad, la atonía ciudadana cómo condición de gobernabilidad, la competencia como regla de oro del progreso, los intereses bancarios elevados como control necesario de la inflación, la primacía de lo particular como garantía del buen funcionamiento de lo común.

José María Aznar y el PP, aunque tengan la legitimidad democrática de las urnas, no van a tener la legitimidad histórica, que ha permitido al siglo de honradez del PSOE montarse durante 13 larguísimos años en la arrogancia, el sectarismo y la impunidad. Y para durar van a necesitar a los ciudadanos. Lo que es un portillo abierto a la esperanza. Que estamos dispuestos a ensanchar quienes, desde la sociedad, no renunciaremos nunca a que la democracia sea la casa del pueblo. La casa de todos.

José Vidal-Beneyto es secretario general de la Agencia Europea para la Cultura.

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