Europa occidental y EE UU: ¿asociacion o 'folie á deux'?
Resulta difícil definir el cátado actual del perpetuo diálogo entre las élites políticas de Europa occidental y Estados Unidos como fraternal. Recordar a los hermanos Karamazov le prestaría una dimensión trágica de la que carece, recordar a los hermanos Marx. supondría que los participantes son capaces de ser autocríticos. El actual intercambio de acusaciones de mala fe e incompetencia, suavizado ocasionalmente. por una politesse diplomática, se refuerza por la dependencia mutua de los socios. Las élites desean que su público crea que controlan real mente los acontecimientos. Saben que no es así, y de ahí que hayan llegado al último regateo trasatlántico. Cada parte. pro clama una falsedad obvia: que el mundo estaría en orden si la otra parte aceptara su estrategia (claro está que ni los europeos occidentales ni la dividida élite estadounidense tienen nada parecido a estrategias coherentes).Es cierto que el escenario de la posguerra fría se parece más a un gran lienzo de Jackson Pollock que a un Constable o un Poussin. La aparente simplificación del próximo pasado ha sido reemplazada por una complejidad real. Nuestros públicos (personas que nunca han asistido a esos simposios en los que los expertos intercambian puntos de vista de notable similitud) saben eso. Saben también que se pueden esperar pocas aclaraciones de aquellos que hablan tan continuamente de un liderazgo que tan flagrantemente son incapaces de ejercer. El lazo más evidente entre las élites de ambos lados del Atlántico es su alarmada experiencia de progresiva deslegifimación.
Le Monde declaraba recientemente, comentando. la pasividad política de los franceses, que sufrían de "surinformación". Pseudoinformation sería más exacto, ya que los medios electrónicos presentan fragmentos de acontecimientos desgajados del contexto histórico. La aldea global funciona de un modo que McLuhan no imaginó: frecuentemente, los que están expuestos a ella no han dejado jamás, mentalmente, sus aldeas. En ningún lugar es esto más cierto que en Estados Unidos, donde unos ciudadanos desorientados manifiestan una sensibilidad crecientemente localizada. Son lo suficientemente inteligentes como para desconfiar de nuestra élite, pero carecen de los recursos, necesarios para alzarla a un nivel más elevado de actuación.
La improvisación carente de inspiración que constituye la política exterior de Bill Clinton indica un gran vacío político. El contrato social nacional forjado en la II Guerra Mundial como consecuencia del new deal hizo posible el compromiso global de Roosevelt y sus sucesores. Incluso Nixon fingió adhesión al contrato. Con una sociedad desgarrada por los conflictos sociales y de clase, no queda suficiente energía moral para una nueva y mucho menos gran política exterior. Con el contrato social en vigor, los debates de política exterior tuvieron lugar dentro de una élite distanciada del pueblo pero más o menos autorizada a actuar en su nombre. Hubo límites ala aquiescencia pública, tal como demostraron las respuestas a las guerras de Corea y Vietnam. Los académicos, burócratas, políticos y publicistas que consideran que la política exterior es de su competencia están mucho más seguros que la mayoría de sus conciudadanos. No son mucho más capaces de empatizar con los trabajadores estadounidenses que luchan por sobrevivir con los ingresos decrecientes que, digamos, con los afiliados al Partido del Bienestar de Estambul.
Los nuevos populistas de la derecha, que reaccionan con entusiasmo ante cualquier fantasía paranoica de los ignorantes, afirman que hablan en nombre de un segmento de la nación al que hasta ahora se le ha negado la palabra. La afirmación no es en teramente falsa, pero es una prueba para una derrota de inmensas proporciones. Las insuficiencias de la democracia, estado unidense hacen que la elabora ción de una política exterior por parte de una población ilustrada sea casi una utopía.
¿La cuestión es muy distinta, o mejor, en Europa occidental? Los índices de votación de los europeos occidentales son ciertamente mucho más elevados. Su defensa de su notable logro de la posguerra, el Estado del bienestar, contrasta fuertemente con la supina aceptación del mercado por parte de los estadounidenses. Sin embargo, el darwinismo social norteamericano y la solidaridad social europea, tan diferentes, han producido los mismos resultados: una inquieta actitud defensiva y una obsesiva introspección. El escepticismo europeo en lo que respecta a la Unión Europea corre parejo a la retirada voluntaria de los estadounidenses del compromiso internacional. Nuestras élites comparten la incapacidad de responder a sus prioridades ciudadanas. Temerosos, o simplemente incapaces, de concebir un nuevo proyecto social (aparte de los clichés convencionales del mercado global), su mandato de pensar en términos más amplios, sobre el mundo no sólo suena a hueco, sino que lo está. La férrea conexión entre el desorden interno y la debilidad internacional sólo se puede romper mediante grandes esfuerzos en ambas esferas. Mientras tanto, el fracaso de las élites es algo más que un accidente pedagógico: es un fracaso de la política democrática.
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