Gente corriente, buena gente
El presentador Ramón García ha declarado que se considera un mueble más de la sala de estar.La frase es sólo la adaptación televisiva de esa otra forma de falsa modestia periodística que consiste en recordar que las noticias acaban sirviendo únicamente para envolver el pescado, pero nos confirma bien a las claras la apuesta que Ramón García hace por la normalidad como forma de vida televisiva.
Con todo, yo creo que el secreto de su éxito reside en su credibilidad: desde la primera vez que lo ves sabes que es un tipo al que le comprarías un coche de segunda mano. Contra lo que se pudiera pensar, la credibilidad no es patrimonio exclusivo de los presentadores de informativos. Ramón García no tiene los ojos paulnewman de Pedro Piqueras, ni la belleza brucewillis de Hilario Pino, ni tan siquiera el gancho sandokán y socarrón de mi amigo Luis Mariñas, y, sin embargo, se ha convertido en uno de los apóstoles más venerados de la religión catódica. Lo suyo, pues, no es el estrellato al uso, sino una suerte de brillo electrodoméstico que lo hace especialmente creíble.
En el imaginario televisivo hay siempre un presentador llamado a ser el hombre / concurso por excelencia, y ahora, muerto Prat, le ha tocado el turno a Ramón García. ¿Y qué vende este vasco cuyo físico está entre vocalista de orquesta y empleado del mes del Burger King? Normalidad. La credibilidad es inherente a su persona, pero la normalidad es adherente, y se nota que García la cultiva. Del mismo modo que Emilio Aragón vende naturalidad, Ramón García vende normalidad. De hecho, es la versión televisiva y celtibérica de la apuesta que en su día hizo el cine americano para abandonar la dictadura de la belleza perfecta que encarnaban los cuerpos gloriosos del starsystem y dar paso al discreto encanto de la gente corriente. Ya saben, Dustin Hoffman y compañía, o sea, gente corriente, pero sobre todo, buena gente.
Los medios de contaminación nos empeñamos en vender un español de los noventa muy jasp o muy Kurtcobein, y luego ocurre que los índices de audiencia nos dejan en evidencia santificando a un pastor mediático que no se lo monta de estrella, sino de obrero cualificado de la telegenia. O sea, que el español / piloto de esta generación creció comiendo donuts y viendo los chipiririfláuticos no responde a las señas de identidad de esos yuppies sin gomina que son los jasp ni a las de esos rebeldes sin causa que son los kronen, sino a las de este vasco cuyo, nombre es ya todo un anuncio de normalidad. Los hippies de salón con Harley Davidson, y los grunges de boutique con melena de Jesucristo y botas camperas dan muy bien en las fotos, pero la España real no se mira en las portadas de los colorines, sino en las pantallas de televisión, y por eso Ramón es la alegoría de la España peatonal en la que mejor se reconoce el español corriente.
Carlos Boyero, que seguramente considera a Ramón García el mejor presentador español del siglo XIX, le reprochaba el otro día que no supiera llevar con elegancia el pañuelo al cuello. Yo podría hasta estar de acuerdo en que le queda más o menos igual que un collar de perlas Majórica a una vaca lechera, pero es que si encima de conducir un concurso sin hacer la apología del gruñido ni ejercer de tarzán por el plató supiera llevar con elegancia el pañuelo no sería Ramón García, sino Lord Byron. Y a Lord Byron, francamente, no lo veo yo presentando Cuando calienta el sol. Con razón dijo alguien que hay programas de televisión que sintonizamos para ver y otros para vernos. Afortunadamente, sin embargo, algo hemos avanzado. En la década prodigiosa era Landa el que mejor encamaba la imagen del español medio, y ahora es este bilbaíno al que le comprarías un coche de segunda mano.
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