El clásico
Vanessa Redgrave, espléndida actriz y mejor persona, ha estrenado Marco Antonio y Cleopatra en Santander y ha declarado en Babelia que con esa pieza pretendía conmemorar la derrota del fascismo. Está en su derecho. Con el clásico todo el mundo puede conmemorar y subrayar lo que le plazca. Poco a poco, yo he llegado a entablar con Shakespeare una buena relación. Limitada, porque no lo trato en su lengua, pero vaya, concienzuda: en los últimos años, en Barcelona, habremos visto 15, 20, 30 shakespeares; la mayoría, mediocres. Mediocres, por los montajes, y porque la genialidad de Shakespeare no alcanza a todos sus textos, contra lo que creen determinados programadores de la cultura que utilizan al inglés como escudo protector de su inexorable ausencia de criterio. Ahora bien, en todos esos montajes, en su presentación previa, no ha faltado nunca el subrayado grueso: sea el fascismo del ejemplo Redgrave, sea -uno entre otras decenas de ejemplos- la cultura del pelotazo, sostenida como razón de un estreno reciente de El mercader de Venecia.
Naturalmente, semejante frivolidad de gentes que no distinguen bien todavía la diferencia elemental entre tema y argumento -es decir, entre los celos y los celos del señor Otelo-, y que disfrazan su ignorancia con la hilarante presunción de haber realizado la lectura contemporánea del clásico, no tendría mayor importancia si el equívoco no acabara arruinando a los espectadores. De un tiempo a esta parte, con demasiada frecuencia, el Shakespeare inteligible me parece leve, casi banal. Y en el ininteligible sólo con mucha dificultad asoma un rastro poético. Puede que me esté volviendo idiota, por supuesto., Pero puede, también, que el subrayado -esa prosaica insistencia en que todo texto venerable aluda clarito a nuestro patio vecinal- no sea, para el clásico, algo más que su definitiva mordaza.
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