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Así se distorsiona la historia

¿Puede la verdad salir de la boca del mentiroso? En estricta lógica, esta pregunta no es un dilema: sólo mentiras saldrán de la boca del mentiroso. Pero una cosa son los postulados formales del razonamiento lógico ideal y otra muy diferente los comportamientos cotidianos de las personas en la vida real. No creo exagerar si tildo de vergonzoso y escandaloso el desarrollo de algunos sumarios judiciales, secretos de iure pero públicos de facto, que durante los últimos meses nos tienen a buena parte de los españoles con el corazón en un puño. El espectáculo, en dos actos, es siempre el mismo: primero, los acusados aparecen como pobres inocentes aquejados de amnesias implacables en relación con los hechos que se les imputan y, en el segundo acto, reaparecen en escena convertidos, al parecer, súbitamente en diligentes memoriosos capaces de reconstruir hasta límites insospechados el mismo pasado que poco antes ignoraban. ¿O sería más exacto decir hasta límites increíbles? Estas representaciones, a las que ya nos estamos habituando tanto como al calor del verano, no son, sin embargo, lo que más sorprende de estos enredos, ni siquiera las espectaculares fluctuaciones de la memoria de los acusados. Lo más asombroso y, en mi opinión, más grave es el hecho de que los jueces instruyan los sumarios tomando como materia prima básicamente, el material que los acusados les proporcionan en su fase de aparente hiperamnesia.No es mi intención intentar demostrar la debilidad o poca fiabilidad de tales testimonios desde el conocimiento acumulado por las distintas disciplinas implicadas en el estudio científico de la memoria. Una farsa tan burda como la que nos están ofreciendo los últimos casos de recuperación milagrosa de la memoria no merece compartir escena con la elegancia y la exquisitez de los argumentos científicos. Mi única y modesta pretensión es poner de manifiesto algo que debería preocupamos a todos los ciudadanos de a pie que, desde la perplejidad y la impotencia, cada día nos sentimos más indignados ante el deterioro sistemático y continuado que desde hace ya demasiado tiempo están sufriendo las instituciones y el sistema democrático. Se trata del hecho insólito de estar convirtiendo en habitual atribuir al testimonio de ciudadanos convictos de asesinatos, apologistas del terrorismo (a estas alturas huelga nombrarlos) o con un historial delictivo probado (EL PAÍS del 29 de julio de 1995 dice en su página 14: "El comisario general de Policía Judicial... se entrevistó hace unos días con un contrabandista amigo de don... a fin de que intentara convencer al ex sargento para que contase al juez... lo que sabe del caso Lasa-Zabala") el carácter de verdades supremas para reconstruir historias que forman parte de nuestro inmediato y penoso pasado común. Esta dinámica, que está invadiendo cual caballo de Troya cargado de desconfianza nuestras concepciones implícitas (y explícitas, antes o después) acerca de los Procedimientos de los jueces instructores en la elaboración de sus informes, me parece especialmente peligrosa porque acabará imponiendo una firma de búsqueda de la verdad que no podrá librarse nunca del peso de la duda ni de la sospecha de haber sido alevosamente enturbiada, al estar cimentada sustancialmente (y exclusivamente, en muchos casos) sobre las reconstrucciones de memoria (o las invenciones intencionadas, por qué no) de cínicos y criminales o, en cualquier caso, de personas de escasa o nula credibilidad. Es cierto que un sumario no es más que la fase preliminar de un proceso penal, pero es igualmente cierto que al ser despojado de su carácter secreto se convierte -como nos están demostrando los acontecimientos- en la tinta con la que algunos irresponsables ya han empezado a escribir historias definitivas. Las consecuencias a medio y largo plazo de estos procedimientos resultarán intolerables para la sociedad española porque acabarán mostrándole que es heredera de un pasado distorsionado y construido sobre los elementos más repugnantes de su historia.

La reconstrucción del pasado es una necesidad ineludible que las personas y los grupos han de satisfacer para alcanzar el objetivó vital de conocerse y comprenderse a sí mismos. No importa que el pasado sea doloroso o traumático porque, al fin y al cabo, somos el destilado final de todas nuestras experiencias. La reconstrucción de nuestro pasado es una exigencia individual y social que nos compromete a todos por igual y cuya negación siempre tiene consecuencias dramáticas. La memoria, ese proceso psicológico inexplicablemente subestimado o ignorado en los ámbitos judiciales e infravalorado y mal conocido a nivel cotidiano, a pesar de su importancia capital para el normal comportamiento de los individuos y la sociedad, es precisamente la responsable de construir, de mantener y de ir remodelando día tras día nuestra biografía y nuestra historia. Una historia que pasa por el ejercicio de recordar nuestro pasado y por la reconstrucción de nuestro drama interior (con inexactitudes, sí, pero tan honestas como inevitables), y de la que tenemos que ser poseedores si aspiramos a ser dueños de nuestro destino individual y colectivo.

En las llamadas "culturas orales" o carentes de escritura, la conservación del pasado colectivo y, por tanto, su reconstrucción era una empresa encomendada a personas respetadas y venerables que garantizaban, a través de la transmisión oral a las siguientes generaciones, la memoria de todo un pueblo. La forma como se están tratando de reconstruir algunos de los sucesos más execrables de nuestro pasado reciente, que todos tenemos derecho a conocer, parece haber sido diseñada para ser el reverso más vergonzante, el esperpento más cabal, del modo utilizado en esas sociedades en las que la memoria honesta de unos ciudadanos ejemplares es el báculo de la historia de un pueblo. Aquí y ahora, parece que la reconstrucción de cierto pasado está sustentándose exclusivamente en las memorias de cínicos, mentirosos, terroristas confesos, asesinos, convictos y gentes desalmadas que no cuentan con la más mínima legitimidad para escribir nuestra historia. Ninguna sociedad merece ser maltratada así, ninguna sociedad puede soportar tanto desánimo y desconfianza, ninguna sociedad, puede tolerar una autoimagen tan miserable y distorsionada: la sociedad española tampoco.

La cuestión es ésta: ¿merece la pena reconstruir nuestro pasado colectivo a cualquier precio? Porque algunos parecen empeñados en que así sea: aun a costa de convertir a delincuentes en héroes, de inocular el desaliento en las gentes, de sembrar la duda en la totalidad de las instituciones; aun a costa de cimentarlo sobre verdades dudosas, sobre verdades a medias, sobre la ciénaga de la mentira. A la vista de lo que está sucediendo en estos últimos meses, estos últimos días, la respuesta, como cantó Bob Dylan, está flotando en el viento. Y el viento que, más que soplar, azota cargado de resentimientos, revanchismos y mezquindades nos dice que con aires tan enrarecidos deberíamos prestar más atención al inefable y nunca bien ponderado sentido común que nos enseña que lo que sale por la boca del mentiroso sólo puede ser mentira. Reconstruyamos nuestro pasado con serenidad, objetividad y meticulosidad, conozcamos nuestra historia, seamos todos partícipes de los gozos y las sombras de nuestra biografía colectiva, pero hagámoslo con responsabilidad y sin trampas, sin adelantarnos al desarrollo completo de los procesos penales: hagámoslo sobre la base de pruebas documentales, de testimonios fidedignos, de hechos contrastados, de evidencias, de verdades, y no bebiendo las aguas sucias y turbulentas que nos quieren hacer tragar los inquilinos de las cloacas.

José María Ruiz Vargas es profesor titular dé Psicología en la Universidad Autónoma de Madrid y autor de La memoria humana: función y estructura (Madrid, 1994).

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