Noches de juego y sosas
Siempre que puedo confieso mi admiración sin límites por los periodistas del corazón, gente dotada de infinita paciencia y capaz de poner las mejores armas del oficio -olfato de perro de presa, seguimientos sin escatimar sacrificios, riesgo de la propia vida en desenfrenadas carreras, resistencia a los desplantes- y la tecnología punta al servicio de personajes de ínfima catadura y actividades innecesarias. Una exclusiva brutal, un suponer Soraya -la ex emperatriz de los ojos tristes y los liftings dicharacheros- en la fiesta privada que dio la otra noche, supuestamente tirada por los suelos y agarrada al frasco, les sacaría de apuros por una temporada, pero eso es muy difícil de fotografiar, porque los famosos tienen mucho cuidado en ocultar sus debilidades, salvo en casos curiosos como el reciente de Pantoja, que yo creo que se lanzó a la orilla para darle achares a Encalna / Empanadilla Sánchez, y ésta es otra historia. Pero, por lo general, el paparazzo destacado en centros de alterne como Marbella, Palma, Ibiza y etcétera tiene que bregar día tras día y noche tras noche con un vía crucis de restaurantes, hoteles, night-clubs, casinos y otros locales de buen vivir en donde no siempre es bien recibido e incluso, a menudo, re chazado con malos modos.Hace unas noches me fui de ronda con un par de compañeros y fui testigo de la profesionalidad con que peinaron el marbellerío de una punta a otra de la ciudad, sin encontrar finalmente gran cosa, porque, como ya he dicho, los personajes saben cuidarse. A mí me hubiera hecho ilusión darme de bruces con Sean, Connery o Deborah Kerr, que residen aquí desde hace años, pero ésa es gente seria que sólo acude a domicilios de amigos o, en el caso del hombre que no quiso reinar en mi corazón aunque si me lo hubiera pedido yo estaba -estoy- dispuesta, en campeonatos de golf. Y pues: a Connery sólo lo hallé en la carta del Pasta Factory, que como es amigo del dueño le han puesto su nombre a unos raviolis rellenos de ricotta y espinacas que son sus preferidos.
Excluidos los grandes, llega el momento en que tienes que conformarte con la pedrea, y hay una que no falla nunca: el trío formado por el productor José Luis Dibildos; su mujer, la presentadora Laura Valenzuela, y su hija, la sosa y talentosa Lara, reunidos en el casino y yendo cada uno a lo suyo. Él, dándole a la ruleta francesa con el aire furtivo del jugador que no cesa, y ella, doña Laura -físicamente, un precedente de la andaluza peli y faldicorta que hoy tan bien encarna Celia Villalobos, cuya sevillana al alimón con Empanadilla, en la feria de Málaga, ha sido objeto de elogiosos comentarios-, cabalgando en un alto taburete, jugando con tres máquinas a la vez en la sección tragaperras, y con una ludodestreza que hacía pensar en las mejores épocas de La Faraona: no me extraña que luego tenga que anunciar tantas cosas. En cuanto a la nena -que, a cuenta de Rafi Camino, tiente una relación de lo más tensa con la hija de Rocío Dúrcal, Carmen-, regenta -la creencia general es que sirve copas- el bar que le ha puesto su novio, Armando Lozano, pero no hemos podido verla en faena porque el de la puerta te da ídem en cuanto te identificas como reportero intrépido.
La desilusión cósmica que pueden ustedes imaginar fue ampliamente compensada porque en un privé del Casino -de donde también fuimos desalojados aunque nos dio tiempo a echar un repaso- estaba jugándose las futuras fianzas judiciales nada menos que Al Kassar, rodeado de guardaespaldas y, con un rictus inconfundible: en el semblante que servidora, hasta hoy, sólo ha visto en los hombres que se saben buenos en la cama, y en los que gozan de total impunidad.
Si se fijan, el padre de todos los rictus es alguien que tenemos muy lejano, pero que está saliéndose también de rositas: O. J. Simpson, prueba viviente de que la inyección letal sólo se usa para negros nobres.
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