Un elogio fúnebre
El autor de este artículo ha perdido casi la totalidad de la docena y media de oportunidades que, como todos los españoles, ha tenido de votar al PSOE. La misma victoria electoral de 1982, con toda su fanfarria y pirotecnia, le produjo más bien un ataque agudo de escepticismo que en aquella fecha resultaba signo evidente y acreditado de extravagancia. Un inteligente periodista, rememorando el ambiente de entonces, ha escrito, con razón, que los de su profesión actuaron en aquella ocasión como, al menos, los padrinos de la boda, pero es evidente que más de uno habría querido ser la novia. Ahora acrecienta la conciencia, de la fragilidad de la humana naturaleza el hecho de que muchos de los que estaban en esta posición en el 82 no quieren enterrar a González porque preferirían que ni siquiera hubiera nacido sin reparar en que, de haber sido así, no habría podido nombrarles para ocupar cargos en los últimos tiempos.La buena doctrina para escribir artículos asegura que uno debe hacer mención de sí mismo lo mínimo posible. No se me ocurre, sin embargo, una mejor forma que hacerlo para jusitificar mí opinión de que Felipe González no es ni el arcángel de 1982 ni la reedición de Lucifer de 1995. Tampoco fue, en su momento, uno de los protagonistas decisivos -de la transición española a la democracia, condición que les corresponde, en cambio, de manera eminente, a don Juan Carlos de Borbón, Adolfo Suarez y Santiago Carrillo.
Pero González ha sido, sin la menor duda el político más dotado, efectivo y capaz de la izquierda española en el siglo XX. Esta frase puede sonar desmesurada ahora, pero sólo para quienes tengan una cuenta pendiente que liquidar con el presidente porque piensen que traicionó a no se sabe bien qué izquierda radical o porque estuvieron con él en tiempos más prósperos. Muy pocos políticos españoles tan sólo Besteiro o Prieto- han -actuado en el pasado como lo hizo en1979 González enfrentándose a la tendencia predominante en su partido. Mayor mérito, sin embargo, tiene todavía haber sido capaz de admiinistrar de un modo correcto, con prioridades bien establecidas y sabiamente dosificadas, una voluntad refórmista de la que cualquiera que no sea sectario ad niítirá que ha sido positiva para la mayoría de los españoles. En este punto González no sólo ha sido superior a todos los dirigentes actuales de su tendencia política, sino también al semidivinizado Azaña.
Pero y aquí empieza el componente necrológico de esta columna- no debe presentarse a unas nuevas elecciones. Sus biógrafos hacen mención como permanente ras go suyo de la tentación de fuga. No- se propone eso, sino que asuma que no sólo tiene unas responsabilidades políticas, sino que en este momento ha de jado de ser ya una garantía de voto para su partido y más bien lo condena a que en una próxima consulta electoral no pueda hacer otra cosa que hablar-del pasado. El PSOE, del que ya no existe peligro de que quiebre a corto plazo, no me rece esto, pero tampoco el ciudadano español.
En la medida que eso es posible en un político español hay que reconocer que González ha pensado en ocasiones más en intereses colectivos que en rentabilidades políticas propias. Resulta ahora, muy fácil encastillarse en una defensa numantina que crea solidaridades fervorosas (pero erimeras). La conferencia sobre la democracia puede lapidar a delincuentes que quieren lavarse en el Jordán de los pecados de los demás, a periodistas más capacitados para la adhesión incondicional al viento dominante que por la consecuencia interna de sus posturas o incluso a algún juez que uno no tiene inconveniente en que exista y siga actuando, salvo para asuntos que le afecten directamente. Pues bien, después de todo eso, quedará, sin embargo, en la con ciencia de todos que Felipe González ha sido presidente y secretario general de su partido durante una etapa en que se han presenciado unos espectáculos inaceptables respecto a los cuales a él, al menos por omisión, le corresponde responsabilidad. Su partido y los ciudadanos merecen que la próxima campana verse sobre eso.
Pero no lo merece tampoco él mismo. Ante la ofensiva de sus adversarios, Azaña no dejó de recordarles que debían conquistar no el decreto de disolución, sino la voluntad de los electores. Eso reproduce lo que ha hecho González hasta ahora, pero debiera recordar que también dijo Azaña que tenía "del demonio la soberbia, y a un hombre soberbio nadie le estorba". La mejor soberbia es, a veces, la indiferencia y el encastillamiento.
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