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Un viejo amor

En septiembre dé 1969, con motivo de mi llegada a cierto internado de Campillos, Málaga, aprendí que cada cual no es sólo responsable de sus actos, sino también del sitio donde nació. Aparecí en aquel colegio una noche de lluvia, tras siete horas de viaje, en un tren que ya desde su partida me fue alejando de mi infancia, de mi ciudad, de mi barrio y de Teresa L. T., una pelirroja que tuvo a bien acompañarme a la estación cargando al hombro parte de mi equipaje. Esta muchacha entendía de eclipses y de estrellas, y con el tiempo, en efecto, creo que logró doctorarse en astronomía. En cualquier caso, yo no pude seguir sus pasos, ya que semanas más tarde me la levantó un guaperas que jugaba al tenis de puta madre. Aquella noche se había extendido una consigna en los dormitorios del colegio: "Otro de Madrid", y, por cierto, me lo hicieron saber. Dormí entre unas sábanas impregnadas de pasta dentífrica, una sombra me roció de madrugada los zapatos con gasolina y, nada más salir al patio por la mañana, el vuelo de un tintero arruinó mis mejores pantalones de pana, Incluso, al entrar en clase de Física, alguien quiso mortificarme arremetiendo contra el Real Madrid, detalle que agradecí de modo muy especial en un día tan complicado. Todo esto, por novato y madrileño. Normalmente, habrían bastado un abucheo, una petaca, unas burlas, mojarme el colchón, tal vez desperdigar el contenido de mis maletas a lo largo del pasillo central. Pero no: en aquel internado, ser de Madrid, y no de otra parte, suponía, al parecer, una afrenta que no debía quedar impune. Ignoro si hoy día se siguen dando tales actitudes, pero me. imagino que estos reflejos atávicos, por ser patrimonio de molleras cortas, nunca desaparecerán del todo.En realidad, durante aquel otoño de 1969, uno ya sospechaba que sus colegas de internado se equivocaban: si de verdad ser de Madrid hubiera comportado algún tipo de ventaja o privilegio, seguro que yo me habría enterado con antelación. De hecho, mis padres me habían enviado allí por ser un sujeto díscolo y golfante, especializado en escándalos domésticos, y dudo mucho de que se me hubiera pasado por alto alguna circunstancia a la que sacar partido. Imposible. Y así, hoy, convertido ya en un cándido mirlo, sigo sin saber por qué en algunos sitios se nos siguen imputando abusos y felonías sin identificar.

Y me pregunto si no habrá llegado ya el momento de rebelarse contra esta suerte de inclemencias y de dar carpetazo a la situación. En primer lugar, con vendría recalcar que el madrileño medio, nacido o no aquí, vive tan sujeto como cualquiera al poder del Estado, con el agravante de estar obligado a asumir más que nadie los inconvenientes. de su burocracia. Gajes del oficio. Nuestra media de manifestaciones anuales rebasa toda suposición lógica, el campo nos queda lejos, sufrimos ruidos, humos, tics, suciedad, colapsos de tráfico, y además el río Manzanares sigue sin levantar cabeza. La ciudad mártir desea, de repente, paz.

Porque existe, lo juro, un Madrid amable al que no inflama ningún tipo de soberbia, que no gusta de lo privativo y que nunca hace sangre por un quítame allá esas pajas exclusivistas. En resumen: que a nadie, importa de dónde procede el vecino; como debe ser. Pero eso no implica que carezcamos de una savia es pecial, tan fina como oculta. No se olvide que fuimos los últimos en resistir a las tropas rebeldes del general Franco y que después, cuando perdimos, nos practicaron una lobotomía de castigo, nos quitaron el pasado y nos convirtieron en un gigantesco laboratorio donde experimentar. Sorpresa: yo, que nunca he creído en las patrias, sean del tamaño que sean, voy sintiendo crecer año a año en mí un viejo amor del que no tenía noticias, y sospecho que nunca lo volveré a perder. Personalmente, no me gustan los panales con más de cuatro, millones de habitantes, pero ocurre que la gente ha ido llegando, que ha ido quedándose y que, poco a poco, irremediablemente, ha terminado por comerse mi ciudad. Así están las cosas y nada hay que objetar. Pero que no nos chinchen encima.

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