Pasividad

Como ahora las comunicaciones instantáneas nos permiten asistir en primera fila al dolor ajeno, el mundo entero sabe cómo arranca pies la metralla en Sarajevo, cómo las mujeres bosnias expulsadas de sus casas arrastran a sus abuelos en carretillas, cómo lloran los niños. Todo es muy desagradable, desde luego, todo nos espanta y nos conmueve, pero esa conmoción no sirve de mucho. No sirve escandalizarse y escribir artículos como éste, espolvorea dos de adjetivos; no sirve (lo siento, Sontag) irse a Sarajevo de figura in telectual a hacer teatro; y desde luego no sirve contemplar cada día la televisión pasivamente y sentirte enfermo. Hay que hacer algo más.Y me temo que ahora ese algo más pasa por la intervención militar. Son palabras mayores, desde luego: me oigo a mí misma reclamando una guerra (aunque sea para parar la guerra) y me pongo a temblar. Porque detener por la fuerza a los serbios traerá muertes y un peligroso enfrentamiento bélico, lo cual es un riesgo y un dolor que hay que asumir. Pero hoy ya no veo otra manera de detener este indecible horror. Antes sí la hubo, muy al principio; pero luego empezó a crecer el cáncer ante la pasividad de los belicistas, que no han querido intervenir porque esta batalla carece de botín (a diferencia de Kuwait, en Bosnia no hay petróleo); y la pasividad de los pacifistas, que no hemos querido tragarnos la sucia responsabilidad de una respuesta militar (pero uno no puede pasar por la vida sin mancharse); y la pasividad del ciudadano medio, que, perplejo ante el lío centroeuropeo, no ha sabido discernir de qué lado ponerse. Pues bien, a estas alturas la cosa está clarísima: los serbios son los malos, Srebrenica es un nombre más en la lista inacabable de la infamia.Radovan Karadzic es un asesino, y nuestra pasividad nos ha hecho cómplices.
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