Una Roca en el zapato
La extensión de un territorio, aún exigua, nunca ha sido obstáculo para la constitución de una entidad política autónoma, como demuestran los Estados de la Micronesia; la colonia de Gibraltar tiene seis kilómetros cuadrados. De igual forma, el número de habitantes, como atestiguan Andorra o Liechtenstein, no quita ni pone rey; la Roca tiene, como los anteriores, apenas unos millares de habitantes.Aunque la prolongación en el tiempo de una situación política no sea factor absolutamente decisivo en la consolidación internacional de la misma, o en la formación de una nacionalidad, la antigüedad, como en los vinos, contribuye a la verosimilitud de esos fenómenos; Gibraltar ha pasado más tiempo bajo la corona británica -de 1704 hasta la fecha- que bajo la de la España unificada -de 1492 a 1704-.
Los pactos internacionales deberían constituir una base suficiente para establecer las adscripciones políticas de territorios, provincias, mandatos y demás, de forma que únicamente un nuevo pacto libremente consentido pudiera modificar la situación anterior; el Tratado de Utrecht, 1714, resuelve sin la menor ambigüedad que España cede a perpetuidad -y no como Hong Kong, pignorada por, China hasta 1997- la colonia a Gran Bretaña, y que únicamente se reserva el derecho de primera opción si Londres decide un día desprenderse del pedrusco.
El deseo democráticamente expresado por los habitantes de un territorio de pertenecer, sumarse o restarse a una nación, vecina o lejana, debería ser un criterio determinante para definir las filiaciones políticas de toda colectividad; el Peñón expresó con meridiana claridad por referéndum su deseo de permanecer bajo el tutelaje de Londres, en defecto de acceder a la independencia, para lo que sería necesario, en cualquier caso, el más que improbable consentimiento de España.Todas ésas son las precisas y poderosas razones por las que Gibraltar sostiene su derecho a no ser española, y puede presentar su caso con convencimiento y fácil elocuencia a la comunidad internacional. Veamos, sin embargo, ahora que la colonia británica se rebela violentamente contra la observancia de las más elementales normas de convivencia con España y el cumplimiento de las directivas comunitarias, cómo todas esas razones son una formidable superchería y por qué el hecho político de la Roca es una blasfemia contra el sentido común y la vergüenza torera.
El problema, efectivamente, no se plantea en términos de kilómetros o de habitantes necesarios para sostener el aliento de lo nacional, pero sí en cuanto a si un territorio en su existencia física goza de una mínima coherencia, de un sentido propio en la historia, de una personalidad rugosa como las montañas, apacible como los valles, hermética como lo insular; y Gibraltar no es nada, de todo ello, sino un trozo de algo que se llama el Campo de Gibraltar, donde sí hay una unidad, un territorio reconocible, tanto como pueda serlo la minúscula isla de Pitcairn, habitada por 53 colonos dejados de la mano de Dios y de los ingleses.
Los cerca de tres siglos de extrañamiento gibraltareño de España no sólo no debilitar¡ la reivindicación española de que le restituyan su fisonomía en ese extremo sur del Mediterráneo, sino que la hacen más acuciante. Convertida España en un Estado cuasi-federal, tan democrático que los adversarios de su existencia gozan de libre acceso a los medios de comunicación del Estado y hasta fundan y poseen los suyos propios -a diferencia de lo que ocurre con los republicanos del Ulster en el Reino Unido-, no puede haber ya ninguna razón de salvaguardia democrática que impida la eliminación de una insultante anomalía, que se le podía consentir a Franco y hasta al Estado oligárquico de la Restauración, pero no al del cuarto supuesto ni del artículo 151.
Pacta sunt servanda, sin duda, pero cuando conquistas por la fuerza como la de CisJordania pueden ser enmendadas por un tratado de paz entre vencedores y vencidos, un nuevo pacto entre las partes -Reino Unido y España- basado en el más escrupuloso respeto de los intereses de los afectados -gibraltareños y españoles- puede desatar lo que en otro tiempo fue atado: aquel en que Londres y Madrid batallaban allí donde no se ponía el sol y los monarcas intercambiaban territorios como abalorios en la isla de Manhattan. A fines del siglo XX es una vergüenza que aún haya indígenas.
Por último, está claro que el deseo democráticamente expresado de los gibraltareños debería ser siempre la ultima ratio para determinar el futuro de la colonia. Lo que ocurre es que hay que discutir qué quiere decir democrático.
Gibraltar fue repoblada, tras la emigración de los autóctonos al vecino Campo, con la hégira colonial del Mediterráneo británico, para justificar y asentar una base militar. Los habitantes de la Roca vivieron, así, durante una larga temporada como subvencionados de la presencia imperial en la puerta oeste del Mediterráneo. Había gibraltareños porque existía una guarnición en el Estrecho y no había una guarnición porque se hubiera establecido una población en la punta rocosa. Lo esencial, por tanto, de la nacionalidad gibraltareña era el hecho de que se trataba de una población extranjera, no española, ajena a su medio circundante, y esa extranjeriedad era lo único que daba sentido a la implantación militar británica.
Con la división internacional del trabajo que nos han traído los tiempos contemporáneos, y el paulatino declinar de la justificación estratégica, la Roca ha venido diversificando sus medios de vida, pero, de nuevo, el hecho de no ser es lo que constituye su razón de ser; la frontera con España se convierte, así, modernamente, en la mayor industria del Peñón, agujereada en la mayor impunidad por el contrabando. ¡Cómo van a querer ser españoles los gibraltareños si se ganan la vida con no serlo!
De esta manera, la Gibraltareidad se identifica con la más extrema artificialidad: una población de unas 25.000 almas se ve permanentemente subvencionada para que allí acampe; primero, por la Gran Bretaña para que arrope su establecimiento militar; luego, por la propia, aunque involuntaria, España a la que estafa como medio habitual de vida copiosos derechos aduaneros, así como arruina negocios que florecerían de no mediar la verja, gracias a la cual se exporta de matute aquello que podría venderse en España con todas las de la ley.
Y que no se diga que durante tantas décadas el Campo ha podido subsistir con el empleo que facilitaba la Roca, porque cualquiera diría que el beneficio no era mutuo y que a la colonia no le interesaba tener una mano de obra barata y con escasa capacidad reivindicativa, que servía tanto para un barrido como para un fregado.
Los gibraltareños pueden votar en gloriosa celebración cada cuantos años a uno u otro chief minister, montarse su speakers corner a la sombra de los monos, y vociferar toda la libertad de expresión que les quepa, pero esa artificialidad subvencionada por el hecho de no-ser-España no da para la creación de un Estado de derecho, democrático e independiente. No basta con ser democrático para adentro; hay que serlo también para afuera, y, so bre todo, para los de al lado. Para ser una colonia, en cambio, sí que da, y eso es o único que puede ser Gibraltar, hasta tanto que un Gobierno de las islas sea capaz de afrontar la necesidad histórica de sajar ese absceso entre dos grandes naciones fundadoras de Europa.
Todo ello no significa que, pese a la acumulación de rotundas obviedades en favor de la devolución de la Roca a España, el Reino Unido haya de entregar el territorio contra la voluntad de sus habitantes, por poco democrática que ésta sea, ni España deba aceptar tampoo un problema más, cuando ya tiene su propia cuota de ellos.
La respuesta al problema de Gibraltar sólo puede hallarse en una inequívoca voluntad británica de persuadir a los llanitos de que su único futuro está en España y en la determinación de España de comprar, como en las subastas de objetos antiguos y pasablemente preciosos, la lealtad, al menos económica, de los gibraltareños.
Sólo cuando Londres ponga un plazo a su voluntad de mantener una soberanía indivisible sobre el Peñón y Madrid encuentre trabajo como españoles, o, si acaso, como residentes en España, a los gibraltareños se succionará la pus del farallón rocoso. Negociar, no se sabe bien sobre qué, no da para más que una charada.
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