EL ÚLTIMO DESFILE
Un desfile de alta costura que acabe con las modelos llorando no es frecuente. Hubert de Givenchy, al acabar la presentación de la que habrá sido su última colección, ha visto eso cómo las top models, esas chicas adictas a una mueca distante, a medio camino entre la falsa sonrisa y el gesto de desprecio, se echaban a llorar en honor de un creador que se retira. "Tengo muchas cosas que hacer, entre ellas ocuparme del jardín de legumbres del palacio de Versa[les. Es una manera de seguir en contacto con la vida, ¿no les parece?" , dijo el altísimo y elegante Givenchy, que ayer comenzaba su jubilación. Ochocientos invitados asistieron a ese "último desfile en París" celebrado en los salones de un gran hotel. Las 18 modelos presentaron una colección clásica, en la que domina el negro y las formas sencillas, puras. La ovación estalló cuando Hubert de Givenchy se subió a la pasarela para acompañar a la "novia rosa" que cerraba el desfile y una carrera iniciada en 1951. Givenchy es un caballero de buena familia que sostiene cosas tan elementales pero hoy tan poco habituales como que "el secreto de la elegancia es tener aspecto de ser uno mismo" o que "vestir una mujer es hacerla bella". Para él, lo peor de la moda es "en lo que se ha convertido, en esa extravagancia, esa fealdad, todo ese circo". Este tipo de razonamiento hizo casi inevitable que se encontrase con la mujer que se convertiría en su musa y su portaestandarte: Audrey Hepburn, esa formidable actriz con pasado de bailarina y que puso en circulación una femineidad desexualizada, puro espíritu. Ella le devolvió el favor: "Hubert es como un árbol: grande, recto y hermoso". Mediados los años ochenta, Givenchy renunció a su mansión en la Rue des Saints Peres: "Mi perro Sandy era demasiado viejo para subir y bajar las escaleras". Símbolo de la época por él detestada, el palacete fue a parar a manos del polémico ex ministro y hoy arruinado Bernard Tapie.-
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