Hacía el Walhalla
El Tour de Francia es la prueba más importante del calendario ciclista español.La afición de cualquier país, desde los confines eslavos del ciclismo, que parece que también han estallado con el fin de todas las Rusias, hasta Colombia, en el extremo Occidente, sabe que la competición más importante del año, del mundo, de la historia, es la carrera francesa. Pero, pese a ello, cada afición suele dedicar un seguimiento particular a su propia prueba reina.
Así, los italianos tienen en su palmarés primero al Giro y luego al Tour, al igual que todos los demás. La excepción puede ser la de Bélgica, porque cuando a un niño belga le da por la bicicleta o por escribir un libro, está claro que sólo a Francia se puede encaminar. Por ello, el único auténtico caso particular es el de España donde, desde tiempos tan inmemoriales como Henri Desgranges, la afición ha sabido que su carrera es la francesa; que era tolerable que Mauri ganara alguna Vuelta; que no se sabe si Induráin se hará un día con la suya; que la subida a los Lagos te la pueden suprimir sin preaviso; pero también, que, de verdad, lo serio es ir al Tour.
Y esta afición en un país que se envanece un tanto chulescamente de criticarlo todo en la vecina Francia, es tan antigua como la civilización preindustrial, la boina, el botijo y los tubulares de pesado alto horno vasco o asturiano; y, a la vez, tan contemporánea como la beautiful people, el CESID o el declive del PSOE. En resumidas cuentas, que todo cambia para que la afición al ciclismo siga igual.
Hubo en España una primera gran afición pre-conciliar, la de Trueba, Berrendero, Cañardo, y otros grandes paleolíticos del Tour, anterior incluso a la larga guerra europea del 36-45, que tenía mucho de ultramontana. Ganaba la raza, porque con lo demás no había ni para un remedio. Y lo notable era que en esos años y en los de la posguerra, la afición lograra emocionarse hasta con un corredor de Amposta cuando quedaba 14º en la general. Por eso, fue un shock cuando un tal Ruiz de Orihuela tuvo la osadía de quedar tercero, nada menos que detrás de Coppi y Stan Ockers.
Aquello anunciaba que, además de disfrutar, un día arramblaríamos con todo. Federico Martín hizo primera realidad aquella promesa en 1959, lo que, unido al comienzo próximo de las transmisiones televisivas, si bien con el regusto un poco rancio de lo diferido, hizo que el ciclismo se convirtiera en una gran pasión nacional, donde no había Madrid ni Barcelona para justificar los habituales vítores al cantón de Cartagena
Ocaña y Perico fueron como picos que mantuvieron siempre a flote la pasión y la promesa. Y hoy es ya de tal magnitud el cumplimiento de esa prenda hacia el futuro, con los cuatro Tours seguidos de un navarro largo y enjuto como esas etapas que se abrazan a las cumbres, que podemos decir que la gran prueba francesa ha devuelto con creces al aficionado español todo lo que éste había invertido sabiamente en ella.
Este Tour de la révalida es, por ello, tan importante. Si Miguel Induráin, espátula devoradora de proezas, gana por quinto año consecutivo, además de haber batido todos los récords de la aldea global, no hará sino decirnos que todos.teniamos razón.
Tanta agua transportada a sufrimiento de gregario, tanto San Emeterio y Vidaurreta, tanta algarada veloz de aquel Poblet, de Guillermo Timoner derrotando tras moto al vendaval, de una rugosa porfía de Loroño a Manzaneque, de la modestia minutada de Julito Jiménez y todos los demás, habrán valido, así, la pena.
La afición española, tanto más que Induráin, está a punto de llegar allí donde reposan los dioses del walhalla deportivo. En los Campos Elíseos, a sólo unas semanas, se vera.
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