Bajo el síndrome italiano
Cuando el régimen de Franco estaba a punto de expirar, reputados politólogos aventuraron para España una salida similar a la de Italia tras la experiencia del fascismo: una democracia cristiana en el gobierno, uno o vanos partidos socialistas débiles y fragmentados, y un partido comunista con amplio arraigo y una fuerte presencia en el sistema político. Ni los obispos ni los electores hicieron buenas, sin embargo, estas predicciones. La obstinación de Ruiz Giménez y Gil Robles en no prestar oídos a las advertencias del cardenal Tarancón y las estrategias desarrolladas por los comunistas para empujar a los socialistas a una posición subalterna cosecharon el efecto contrario al que se pretendía: UCD y PSOE como partidos de gobierno, la democracia cristiana barrida del mapa y el PCE en los márgenes exteriores del sistema en la ingrata compañía de AP.Los comunistas, sin embargo, no se amilanaron y, atribuyendo su mala fortuna electoral al peso del pasado, idearon una estrategia alternativa con aroma también italiano: si sus camaradas de Italia lanzaron el compromiso histórico como vía para acceder al poder, aquí propusieron un gobierno de concentración que les aupara de su papel menor a responsabilidades de primer orden. De paso, el gobierno de concertación serviría de tenaza que atrapara a los socialistas entre el esperado crecimiento comunista y una UCD haciendo en España las veces de la democracia cristiana en Italia.
El fracaso de esta segunda estrategia hundió al partido en una crisis sin fondo, de la que emergió, tras una durísima travesía por el desierto, diluyendo su identidad en una coalición con pequeños grupos. Pero que Izquierda Unida es PCE bajo otro nombre lo prueba la persistencia de las viejas tácticas para desbancar al PSOE de su posición hegemónica en el territorio de la izquierda. Julio Anguita, que bebe en cierta tradición anarcocristiana pasada por la escuela estalinista, no vislumbra mejor camino para llegar a ese estadio superior de civilización en que el Estado se extingue y el mercado desaparece que señalar al PSOE como su enemigo principal. Con éstas, creyendo tal vez que innova, lo que hace es pegar un salto atrás y retroceder no ya a 1935, al VII Congreso de la Internacional Comunista, el de los frentes populares, sino al VI, el de 1928, que consagró la política de "clase contra clase", y aun al V, que declaró en 1924 a la socialdemocracia como a la izquierda del fascismo y, en consecuencia, como el peor enemigo de la clase obrera y de los comunistas.
De modo que lo que Anguita propone es un sorpasso, pero saltando tan hacia atrás que va a caer de bruces en el período que los mismos comunistas calificaron después como el más sectario de todos los períodos sectarios -y hay varios- de su historia. Esa estrategia sólo ha servido a los intereses de la derecha y jamás ha sumado, sino que siempre ha restado fuerza a la izquierda. Desde aquel VI Congreso, la política de pactos por la base, de desenmascaramiento de los líderes socialdemócratas como "viles servidores de los imperialistas" y de condena del socialismo como "partido obrero de la burguesía", ha perjudicado a los socialistas, pero nunca ha beneficiado a los comunistas y, en conjunto, ha hundido a la izquierda en la impotencia y la marginación.
Si Anguita pretendía demostrar, empujando al PSOE a la otra orilla, que entre él y Aznar no queda nada, excepto un periodista, el 30% de los votantes, más un buen número de los que se han abstenido, le han recordado que se equivoca. Pero el error está tan arraigado en las mentes de los comunistas históricos, que sería presuntuoso pretender siquiera que abran los oídos y saquen de los italianos la única lección hoy pertinente: que el comunismo se ha acabado y que es vano el intento de reconstruir la izquierda haciendo tabla rasa de la poderosa tradición socialdemócrata que es, al cabo, el tronco del que ellos mismos proceden.
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