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Peluche

A unos cientos de metros de mi ventana, una mujer cuyo rostro no puedo distinguir recoge rápidamente, ante la amenaza de un golpe de viento mezclado con lluvia, la ropa que había puesto a secar en la terraza. Es un gesto cotidiano, y como todos los gestos cotidianos, tiene algo de tranquilizante y algo de sobrecogedor.No son las grandes revelaciones, ni las grandes decisiones, que tomamos a veces sin conocer su trascendencia, lo que nos da significado, sino esas otras cosas pequeñas que hacemos a diario y que ponen el mundo en marcha. El mundo en que vivimos, sembrado de amenazas y milagrosamente entero. Hasta que se derrumba y se pierden los gestos cotidianos, y nadie sabe entonces a dónde van a parar, ni por qué no pudimos protegerlos, salvar su maravillosa vulgaridad, su fantástica rutina.

A la imagen de la desconocida se superpone otra, que me envió desde muy lejos, y muy cerca, un telediario reciente: la de un hombre de unos 30 años que sostiene un osito de peluche. Algo tan inofensivo, tan tierno como un oso de peluche, se convierte en un terrible testigo de lo cotidiano arrebatado cuando quien lo sostiene es un hombre fríamente desesperado al borde de una tumba. La imagen de tan lejos y aquí mismo fue tomada en el cementerio musulmán de Tuzla, durante el entierro nocturno de las víctimas de la ruin venganza serbia por el estúpido ataque de la OTAN. Y no tengo palabras para describir la mirada terrible que el hombre nos dirigió durante los breves segundos en que el objetivo le dedicó su atención.

De modo que me limito a observar a la mujer, a aprovechar este momento sereno del que ella no es consciente, mientras me pregunto cuántos gestos cotidianos han sido borrados del mapa violentamente allí, donde el hombre de los ojos secos, donde el oso de peluche del telediario, tan cerca y tan lejos. La contemplo y trato de no sentir nada.

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