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Tribuna:28 MAYO
Tribuna
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Por sus palabras los conoceréis

La democracia es aburrida, se dice. Se quiere indicar, creo, que es un régimen político que funciona sin sobresaltos, pero, por desgracia, no lo es tanto, aunque me gustaría que lo fuese. Entre el aburrimiento suizo y las emociones ruandesas, prefiero lo primero porque la placidez en el sistema de designación de gobernantes permite concentrarse en cuestiones mucho más hondas, pero que no agitan la vida de cada día, al menos en apariencia, como la inmersión en las bellas artes, el ejercicio del amor, las sutiles construcciones doctrinales, la contemplación de los hombres u otras especies e incluso, para los muy refinados, la de uno mismo.Para que la democracia sea sabiamente aburrida parece conveniente que en cada elección uno no se esté jugando la felicidad, ni el trágico destino de la ciudadanía, ni la salvación, ni la condenación ni el futuro. Por desgracia, así ha sucedido en algunos momentos y lugares. Ahora parece que íbamos alcanzando una situación social en que tales peligros estaban fuera de nuestro alcance, en que podíamos descansar tranquilos; ya no arriesgábamos ser víctimas ni de aquellos "demonios familiares" con los que nos estremecía el, longevo dictador, ni tampoco de los sobresaltos que a una buena porción de los habitantes no dejó de proporcionar dicho longevo señor.

Es cierto que en España la democracia no carece de sobresaltos, que van desde los asesinatos perpetrados por los antidemócratas hasta las peculiares prácticas financiero-contables de algunos gobernantes aupados como consecuencia del voto popular, pasando por las sombrías amenazas o previsiones sobre la unidad de la patria misma. No es esta democracia un modelo de aburrimiento, precisamente.

Pero se le abren a uno las carnes cuando llegan los periodos electorales. Uno que no está pensando en términos de civilización o barbarie, campo de concentración o paraíso libertario, se encuentra inquietado o solicitado para tomar decisiones de infinita trascendencia escatológica. Y, sobre todo, la intranquilidad que produce saber que los caminos divergentes conducen al irremisible malo a la inevitable ventura; con lo tranquilo y distraído que uno estaba leyendo a Góngora o pensando en el siguiente movimiento táctico para engrosar el magro complemento de destino.

¿Por qué, en las campañas especialmente, algunos políticos se empeñan en meter falso miedo o falsas esperanzas, abusando de la entereza de ánimo del pensionista indefenso o del joven parado? ¿Por qué se empeñan en traza r la raya que separa, ahí es nada, el bien del mal? ¿Por qué se empeñan en que la gente no piense y tenga miedo? ¿Por qué tienen que reducir al otro aspirante a la condición de ominoso delincuente sin entrañas? En las campañas electorales algunos políticos parecen añorar el dogmatismo más cerril, la época en que el muro existía y era operativo, un mundo de cabritos y corderos, sin más.

Hay que reconocer que esas actitudes tienen sus partidarios y hasta sus provocadores. El lunes por la mañana oía por la radio a un periodista, nada dogmático él, que describía la campaña de uno de los jefazos diciendo más o menos que en sus mítines había estado explicando, en tono no trágico, lo méritos de los suyos, las bondades de sus criterios y los deméritos de los demás, pero que, menos mal, el día anterior se había animado "y ya nos ha dado un par de buenos titulares".

Pensaba, apurando la lógica del caso, que quizá el mejor gobernante futuro sea el más lenguaraz entre los candidatos.

Sin embargo, el riesgo que se corre con estas actitudes es el de aburrir de verdad al respetable, que acabe oyendo los truenos como lluvia mansa o como expresión de lo grotesco sin gracia. Porque estas actitudes tienen, al menos, una virtud: la de proporcionar un retrato del político fantoche.

Todo el mundo acepta una razonable dosis de histrionismo circunstancial; hay que dejarles hacer el número. Pero algunos se ponen en evidencia; el que es capaz de decir, con meditado afán, que "para los votantes del Partido Popular la ética no existe en su escala de valores" (más de ocho millones' de españoles en las últimas elecciones), no sólo está procurando cavar una fosa entre buenos y malos, sino que dice una memez que ni altera ni crea fosa ni amable vaguada, sino que transmite, como por fax, una implacable imagen de su intimidad intelectual.

Y es que, al final, cuando las cosas se llevan demasiado lejos, tan altas dos¡ s de heroína política producen el efecto aburrimiento que pretendían evitar. Y hasta pueden ser beneficiosas para una democracia idealmente aburrida, al menos en la medida en que contribuyen a que las dramatis personae se vayan retratando ante el público. Al menos, a algunos "por sus palabras los conoceréis".

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