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EDGARD PISANI Las 'autopistas de la información'

Al Gore y Bill Clinton han hecho de las autopistas de la información su gran proyecto. Aquí y allá se alzan voces para poner en duda la pertinencia y finalidades, confesadas o no, de esta política. Porque se trata, efectivamente, de una política. El Grupo de los Siete (G-7) se ha reunido para hablar de ello. Los técnicos se lo han pasado en grande mezclando certidumbres adquiridas y previsiones seductoras. Los políticos han afirmado su voluntad de procurar que en unos años no haya una sola choza aislada, una chabola, una isba que no esté conectada a la red mundial de la información; una información que se ha vuelto tan esencial como el pan de cada día del Pater Noster: ¡el Gran Hermano frente al Padre Nuestro!Los cables de la Internet antes que las canalizaciones del agua, necesaria para la vida. ¿Hay caricatura más cierta y más trágica que ésta? Todo por lo accesorio: ¡qué importa lo esencial!

No hay que sorprenderse en absoluto por esta evolución, puesto que ya hace tiempo que se desarrolla ante nuestros ojos: desde hace muchos decenios, si no desde siempre, gastamos más fácilmente nuestro dinero (aunque casi no tengamos) los domingos que entre semana, y en el presupuesto familiar del europeo medio los gastos en diversiones han crecido mucho más rápidamente que los gastos en sanidad. La alimentación está en retroceso. Maravillosa civilización, en verdad, que tiende a hacer de lo necesario una obligación por la que hay que pagar cada vez menos y de lo superfluo una necesidad que todos tienden a satisfacer sin hacer demasiadas cuentas. A condición de que la riqueza colectiva crezca y, con ella, los salarios. En el momento en que la máquina se estropea, allí donde lo esencial no está garantizado, el pan está carísimo y ya no se trata de otra cosa.

Pero volvamos a nuestras autopistas y a los caminos vecinales de la información, dispuestos a escuchar sus mensajes con el estómago vacío. La cuestión esencial es la de saber quién emitirá los mensajes. En una democracia, todo el mundo puede aspirar a hablar a todo el mundo. En una dictadura, tras un golpe de Estado, violento o no, un hombre y su equipo -tienen el poder- son los únicos que se dirigen a la multitud y el papel de los ciudadanos queda reducido al de oyentes. En la democracia informada, algunas cadenas de emisión que no tienen ni la legitimidad del poder democrático, ni la diversidad liberadora de una prensa múltiple, ni la responsabilidad del que ejerce el poder, informarán y modelarán la opinión a merced de los intereses de los más poderosos.

Aquello a lo que tiende esta política de las autopistas de un género nuevo no tiene sólo un carácter económico, sino un carácter ideológico. Los partidarios de esta empresa (y no son siempre hombres de negocios) quieren enseñar al mundo una religión sin Dios, una sumisión sin amo aparente, un conformismo al abrigo de toda revuelta y basado en tres credos muy simples: el mundo es uno, el mercado libre garantiza el progreso, el mejor gana siempre. La desigualdad más grande no es fruto de una injusticia; es el resultado de una regla del juego irreprochable, porque es la misma para todos: para el heredero y para el proletario, para el habitante arraigado en la llanura verde de Normandía y para el nómada del desierto.

El mundo es bello puesto que gana el mejor. Malditos sean todos los impuestos progresivos, todas las cajas de compensación, todos los colegios en los que los maestros corrigen las desigualdades de la naturaleza o del medio social. El mundo es bello, como la guerra del Golfo fue bella en 1990 y 1991, cuando la CNN nos hacía vivir en directo el heroísmo de los que disparaban misiles de largo alcance, mientras todos estuvimos a punto de ser embaucados por la leyenda del nuevo orden mundial. Tras fracasar bajo la batuta de George Bush, empeñado en imponer al mundo un nuevo orden político-militar, los norteamericanos quieren tomarse la revancha e imponer al mundo un orden político-infórmático. Menos sangriento, igual de injusto y más perverso.

Nos vemos amenazados por una uniformización cultural, ideológica y política de la que serán cómplices, si no lo son ya, nuestras industrias, nuestros Gobiernos, nuestros técnicos y, pronto, nuestros creadores y nuestros representantes electos. La revuelta, la resistencia contra este orden inaceptable, no puede venir más que de la sociedad civil y de los intelectuales, si es que siguen teniendo al menos el sentido del deber.

El laicismo ya no es hoy la virtud de los que por espíritu de tolerancia luchan por la libertad de pensamiento contra las creencias religrosas institucionalizadas, sino de los que luchan por evitar que todos los seres humanos se dejen engatusar por informaciones aparentemente neutras e ideologías implícitas que, con la ayuda de la tecnología, tienden a someter a todos a las leyes de una máquina para uniformizar las culturas y los espíritus.

El laicismo ya no llama tanto a la lucha contra las iglesias como contra las potencias que quieren someternos a un mundo uniforme de sumisión mental.

Edgard Pisani es residente del Instituto del Mundo Árabe de París y director de la revista L`Événement Européen.

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