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Tribuna
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Problemas

Daisy, una ardilla de Terranova que visita en El Retiro a su prima Almudena (Marlene, en su infancia en Canadá) se marea a causa de la porquería que respira cuando se encuentra a ras de suelo, y no puede refugiarse como las otras en la copa de los árboles pues los músicos rockeros del parque le han destrozado sus tímpanos que llegaron vírgenes a España. Es obvio que tiene que volver a casa, pero ¿cómo? Ya no hay barcos en la ruta y no puede ir de polizón... Justo debajo de Daisy, Inmaculada, una secretaria del ministerio de Transportes que hoy va vestida de raso blanco y una larga cola -se acaba de casar en la iglesia redonda de San Manuel y San Benito-, enfrenta el primer problema de su matrimonio: ha logrado llevar a su marido a filmarse un vídeo frente a la casita del Príncipe. Sin embargo hace ya veinte minutos que buscan, sin encontrarlo, un rincón de hierba en el, que no se vean porquerías...A cierta distancia, aunque no por ello menos conmovida, les observa Silvia Gabriela, una dominicana que al ver el vestido de novia recuerda y llora un poquito. Se dirá que estas caribeñas son demasiado aficionadas al culebrón pero nos arriesgaríamos a exagerar: a fin de cuentas hace cuatro años que Silvia Gabriela no recibe el beso de un hombre, ni tampoco el de su hijo Marcos Ernesto, a quien dejó de cuatro meses al cuidado de su padre, después de la boda, para buscarle un futuro: igual que hacían los gallegos en Argentina. De modo que a Silvia Gabriela no le queda mas remedio que mirar al niño rosado que cuida por 90.000 pesetas al mes y los domingos, e imaginar cómo será ser madre de verdad.

En el mismo banco de Silvia Gabriela -pero no mirando hacia los novios-, se sienta con compostura de colegio de monjas Cristina, una eficaz fiscal de la Audiencia Nacional que ha salido a pasear a su perro y tiene la edad límite entre el afán y la soledad definitiva: esa que hace escuchar fantasmas en las tardes de domingo y en el interminable agosto de las vacaciones oficiales. Por eso no mira a los novios. Finge que se interesa por su perro.

El perro de Cristina es un terrier, un buen guardián, leal, listo y fiero si se tercia, que está completamente harto de la desordenada pasión de la que le hace víctima su dueña. Nieve, que así se llama (para empezar a él le gustaría tener un nombre de macho), no sabe qué hacer para quitarse de encima tanta zalamería de mujer anhelante y hacer que le traten como a un perro. De modo que finge no oír cómo le llama Cristina y se interesa por un niño rosado y sin misterio como un concurso de televisión.

El niño -sí, el mismo que cuida Silvia Gabriela- es Borja, y todavía echa de menos a su abuelo Fernando, que es el que le traía al parque. A 289 metros de ese banco del Retiro en línea recta, su abuelo Fernando se encuentra sentado meditabundo en uno de esos gigantescos y oscuros salones del barrio de Salamanca, olorosos, aunque brillen, a polvo y a un tiempo ido. No por ser ya muy mayor le ha sido ahorrada una última lección: si le traían a su nieto todos los días era porque podía llevarle al parque. Ahora que ya no puede, ya no se lo traen. El viejo Fernando se pregunta si al menos se lo llevarán los domingos. Y mira sus piernas impotentes.

Quien le llevaba el niño es Gonzalo, su hijo, que cuando tenía doce años, en los jesuitas, quería ser misionero. 0 mejor dicho se lo llevaba Paloma, su mujer. Gonzalo es uno de esos hombres vestidos siempre de azul o gris marengo y corbata de Loewe que van en Audi y a todas horas parecen recién salidos de la ducha. Pero últimamente no está ni para corbatas ni para duchas. Por algún injusto azar se encuentra en una de las listas de elegantes que circulan estos días en los juzgados de cuello blanco, y en cualquier momento le pueden llamar. Gonzalo mira inquieto por la ventana.

Paloma, su mujer, que antes quedaba libre toda la mañana gracias a la guardería del suegro, ahora no lo tiene tan fácil. Paloma no se fía de la nueva criada. "Todo lo que he podido conseguir", le dice a sus amigas. Una dominicana. "Mmmm", piensa. De modo que Paloma se siente un poco ridi pues por primera vez en su vida tiene que hacer equilibrios de comedia de enredo para poder ver a Alberto.

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Sí: Alberto es su amante. Es como un calco de Gonzalo, sólo que con corbatas de Armani y en lugar de Audi un BMG Thunder Revenge de 29 válvulas, cinco puertas, teléfono de veinte pulgadas y doble tracción doble. Una pasada. Lo de la guardería del niño de Paloma y la nueva criada ha caído en mala época pues Alberto es socio de White & White, el segundo equipo de asesores de imagen del alcalde. No sé si recuerdan que estamos en plena campaña electoral.

De modo que ahí tenemos al alcalde, escindido, preocupado. Falta una semana para las elecciones y sus asesores de imagen le han creado una pregunta de difícil respuesta (aunque ya conseguir que el alcalde se formule una pregunta tiene mucho mérito). El problema del alcalde es saber detrás de cuál corbata está la seducción de los últimos votantes que le darán la mayoría absoluta: Loewe o Armani. Se las ha puesto ya tantas veces para preguntárselo al espejo que los asesores le han tenido que renovar las corbatas tres veces. Se diría que no importa, que falta una semana, pero Alberto sabe que en la tienda no quedan ya más corbatas como las que le gustan a él.

¿Se decidirá el alcalde a tiempo? ¿Triunfará White & White el día de las elecciones? ¿Quién controlará el mercado de asesores de imagen los próximos cuatro años? ¿Con qué corbatas?

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