Jugar con fuego
La campaña electoral en curso es algo más que aburrida. Resulta, a mi modesto entender, perniciosa y peligrosa. A los, partidos, esto es, a sus dirigentes, estrategas y asesores de imagen, puesto que ni simpatizantes ni militantes, ni siquiera, salvo raras excepciones, candidatos, cuentan nada, no les importa la Administración local o territorial, sino otra cosa. Para el Partido Popular, se trata de convertir los resultados del 28 de mayo en una censura al Gobierno que fuerce una dimisión presidencial y unas elecciones generales. Para el Partido Socialista, en estas elecciones locales lo que se dilucida es una cuestión interna, aunque se revista de confrontación, ideológica global.En consecuencia, nadie habla, insisto en que salvo excepciones, de cómo administrar la cosa pública en municipios y comunidades autónomas, sino de problemas generales que van desde la impugnación de Maastricht, según Izquierda Unida, a la impugnación de la reforma laboral, según el PP, pasando por la impugnación del thatcherismo, para el PSOE. Problemas, como comprenderá el lector, de competencia municipal todos ellos. Más aún, el eco que en los medios de comunicación tiene la campaña, por ser aquéllos de amplitud nacional, eliminan los raros aspectos locales de ésta y subrayan los generales. Así, a los males del planteamiento se suman los males de su difusión. Puesto que la generalidad, que a nada compromete cuando lo que se vota es lo particular, se presta a la demagogia.
Y ésta es la tónica de la campaña, donde, salvo la consabida moderación catalana, se ha sustituido el programa por la promesa, la razón por la voluntad y el argumento por el improperio, aunque éste se revista de supuesto gracejo o supuesta seriedad. Y dentro del improperio es bien sabido lo que hay: la dura y nuda pasión, la de conservar el poder o la de conseguirlo. Y, dígase lo que se quiera, esos mensajes no se los lleva el viento. Por de pronto han deteriorado, aún más de lo que estaba, el debate parlamentario, llevando la discordia radical hasta ámbitos como la Comisión de Asuntos Exteriores, más proclives al consenso. Y configuran un clima político, incluso, por suponerles buena voluntad, más allá de las intenciones de quienes los profieren: un clima de división y de exclusión.
La izquierda ha impugnado la derecha como un todo. Como categoría histórica, ideológica y social, poniendo en el mismo saco a Dato y Primo de Rivera. Rompiendo puentes. Y evocando fantasmas que dábamos felizmente por exorcizados. Recurrir a experiencias, no ya del inmediato , sino del remoto pasado y retrotraernos a la retórica de los años treinta, es un inmenso disparate y una gravísima irresponsabilidad que no compensa, sino que se suma a muchos abusos, peores usos, errores en la designación de personas, manifiesto agotamiento y muchas carencias más. El mito de las dos Españas nos ha sido fatal a todos y la izquierda debería cuidar muy mucho de resucitarlo por dos importantes razones: por patriotismo y por sano egoísmo.
Desgraciadamente, la derecha ha optado por una vía no menos peligrosa: la de la condena y la exclusión. Excluir a la izquierda democrática y responsable como si no formara parte de la comunidad política nacional y confundir su hipotética derrota democrática con su caducidad histórica; su sustitución con su proscripción. Excluir a los nacionalismos, negando su razón de ser y atribuyéndoles intenciones cuya imputación raya en el conjuro y pretender, en fin, que los múltiples problemas de nuestra sociedad se arreglan con la contundencia de la voluntad e incluso de la amenaza. Equiparar socialismo y terrorismo e invocar el Código Penal como gran instrumento de regeneración pública es un error estratégico y, si no se mostrara tal, será algo peor: un horror histórico.
Es claro que las exageraciones verbales, propias de una campaña, no pretenden más que excitar y apasionar a los votantes. Pero si algo ha sobrado en la historia de España son los ánimos excitados y el exceso de pasión. Las cañas manejadas con imprudencia se tornan lanzas y los aprendices de pirómanos son después los primeros incapaces de apagar el fuego.
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