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François Mitterrand

Ahora que François Mitterrand deja el Elíseo, tras haber desatado fascinaciones y pasiones, todos le reconocen, le otorgan, le conceden al menos una cosa: ha sido la encarnación de Francia. Los franceses de todos los orígenes se sintieron expresados, en un momento de sus vidas, por una parte de este hombre en un momento de su vida.Cuando se atrevió a escribir, en un momento en que no era nadie, que "formo parte del paisaje de Francia, he nacido de ella" no convenció. Pero, lo que es muchísimo, no provocó burlas. Hoy se da a sus palabras el resplandor de la evidencia -a veces para reprochárselo-, como se hizo cuando quiso asumir los errores de "una juventud francesa", es decir, sus años de petainismo, tras su triple evasión de un campo de prisioneros y antes de su participación en la Resistencia.

Este monarca presidencial, que hoy finaliza sus dos septenios con la cabeza aún alta pero con la mirada ya Iejana de los que tienen una cita más precisa que los demás con la muerte, este presidente no habrá dado más gloria a Francia, y no habrá hecho avanzar la historia. Pero durante 14 años ha sido Francia, y gracias a sus dos cohabitaciones ha sido toda Francia. Ha sido, la representación de, este pueblo singular del que Tocqueville dice: "Un pueblo tan inalterable en sus principales instintos que todavía se le reconoce en los retratos que de él se hicieron hace dos mil o tres mil años, y a la vez tan cambiante en su pensamiento cotidiano y en sus gustos que termina siendo un. espectáculo inesperado para él mismo".

Una vez señalé a Mitterrand que me había sorprendido que él, un jacobino, se decidiera a tomar las medidas de descentralización y le cité las palabras de Eugène Weber: "Francia es un país viejo, cuya unidad es un milagro reciente". Me contestó que de haber quedado impresionado, no habría sido por el autor de La fin des terroirs, sino por Fernand Braudel, quien al principio de su Identité de la France estableció que la parcelación, la fragmentación y la división en Francia deberían haber impedido la constitución de la nación. Y añadió que una fractura había superado a todas las demás: la profunda división creada por la Revolución. A partir de 1789 ya sólo se habló de dos Francias. En cierto sentido, esta ruptura tuvo un efecto unificador dentro de cada una de las partes separadas entre sí por un inmenso abismo. Está el Antiguo Régimen y el Nuevo; la contrarrevolución y la revolución. Las antiguas divisiones desaparecen poco a poco ante la importancia del partido de la Iglesia y el partido de la Revolución.

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Con los conceptos de derecha e izquierda surgen las antítesis: el orden y el movimiento, el conservadurismo y el liberalismo, la tradición y el progreso, la monarquía y la república, el optimismo de la Ilustración y el pesimismo del Syllabus, Condorcet por un lado, Joseph de Maistre por el otro. Pero los hombres que mejor hablan de esta dialéctica son todos de finales del siglo XIX: Edgar Quinet, Taine y Renan. François Mitterrand no se cansa de leerlos. En ellos se encuentra a sí mismo. Su vida es la quintaesencia de las tesis de esos autores.

François Mitterrand ha sido el hombre que pasó de una Francia a otra insensiblemente, sin ser infiel a la que abandonaba. Jamás traicionó a la provincia, ni a su familia, ni a sus maestros religiosos. Muy al contrario, cuando pasó a la izquierda, veneró todavía más la dignidad, la altiva discreción y, sobre todo, la simplicidad de ese medio tradicionalista, el suyo, que practicaba sin saberlo virtudes consideradas liberales. Los pequeños burgueses, que ignoraban que estaban contra el Castillo porque frecuentaban la Iglesia. Cuando François Mitterrand empezó a reclamar con altivez y jactancia la herencia de Jaurès y de Leon Blum, no renegó de su admiración juvenil por Barrès y Chardonne. Cuando entró en la Resistencia, no se despojó de un cierto petainismo antialemán. Cuando despotricó contra el dinero, citó a Lamennais, Lacordaire, Montalembert, Ozanam tanto como a Marx y Engels. Este hombre detesta escupir sobre sus muertos.

Afirma, frente a De Gaulle, que Francia no es "una cierta idea". Es un vínculo carnal un arraigamiento. Y al decirlo no puede ignorar que, en eso, De Gaulle es quien está a la izquierda y él quien está a la derecha. Cuando se le cita la frase de Barrès según la cual lo que los franceses tienen fundamentalmente en común es un inmenso cementerio, no pone objeciones y expresa así una sensibilidad de derechas. La explicación es que, para él, Lamartine, y sobre todo Víctor Hugo, siguieron la misma trayectoria que él y se pasaron de la derecha a la izquierda para conseguir la síntesis lírica entre la mística del pueblo y la aristocracia de los comportamientos.

Todo esto, lleva a la conclusión frecuentemente escuchada, de que Mitterrand ha encarnado sucesivamente a las dos Francias. Todo el mundo se encuentra a sí mismo en él. Todo el mundo, se ve reflejado en él. El admirado De Gaulle tiene la fuerza sublime de la excepción. El discutido Mitterrand, la fastidiosa virtud de la familiaridad. Desde hace tiempo sé que esto sólo es cierto en parte. Mitterrand hace espontáneamente y en cada momento todas las síntesis y todas las fusiones. No sucesiva, sino simultáneamente. Sin duda, se identificó con la izquierda para conquistar el poder, pero sin olvidar jamás los valores de la derecha: la fidelidad al pasado, el placer de la continuidad, el culto a las raíces. Él es la izquierda-terruño, como otros son acusados de ser la izquierda-caviar. Él es la derecha liberal y abierta para la que el racismo es una falta de educación y una inconveniencia. El extranjero es un hombre que no suscita necesariamente simpatías, pero que impone obligaciones.

La gente se ha preguntado qué era lo que Mitterrand iba a buscar en el pasado. Evidentemente, a sí mismo. Se lo ha explicado muy bien a Elie Wiesel. Todos los seres queridos se llevan consigo un poco de él. Para luchar contra esas amputaciones sucesivas, sólo el recuerdo, al reconstituir la imagen de la unidad pasada, mantiene una especie de totalidad e integridad. Pero, a pesar de todo, no es el cementerio del que hablaba Barrès. Los muertos no nutren. Su acumulación no construye un edificio. La nación no es un osario. La forma de hacer vivir a ciertos muertos, de hacer revivir a algunos desaparecidos y de vivir nuevamente a través de ellos es lo que da armas para enfrentarse al futuro, a la vejez, y pronto a la muerte. Incluso se puede mejorar. Se puede construir a partir del pasado, moldearlo, fabricarlo, prever lo que otros extraerán de él, de lo que estarán obligados a beber. Desde ahora, todos los que pasen delante del Louvre se verán obligados a recordar a aquél que inspiró su renovación. Por tanto, no es únicamente un deseo de continuidad. Es un sueño de inmortalidad. He dicho que François Mitterrand no ha hecho avanzar la historia. Sin embargo, sería justo decir, como el canciller Kohl y como Lech Walesa, que en algunos momentos impidió que la historia retrocediera. Sin duda, decir esto es ir a contracorriente, pues en Francia hemos adquirido el hábito de reconocer los logros del primer mandato y de deplorar los fallos del segundo. La sucesión de escándalos, el espectáculo de los que le rodeaban, la primacía dada a los valores de la competencia sobre los valores de la solidaridad, la persistente duda sobre la integridad, en África, de ciertos hombres próximos al Príncipe, y, finalmente, la impotencia manifestada durante las tragedias de la ex Yugoslavia y de Ruanda, todo ha contribuido a ensombrecer estos últimos años. Y, sin embargo, fue durante ese segundo mandato cuando, bajo la autoridad de Michel Rocard y con el apoyo de François Mitterrand, se tomaron medidas sociales que han sido un ejemplo para toda Europa: el ingreso mínimo de inserción y la contribución social generalizada. ¿Qué conservará la historia de esos juicios hechos sobre la marcha o de sus sucesivas indignaciones? Una cosa en cualquier caso: la pasión de este francés apegado al terruño por la construcción de Europa. Él actuó a favor de la entrada de España y Portugal en la Comunidad, del Acta Única y del proyecto de moneda común. En previsión de todas las dificultades que se anunciaban, François Mitterrand y Helmut Kohl anudaron unos lazos que les hicieron llegar a una intimidad a la que su temperamento no les predisponía en absoluto. Nunca fue defendida con tanto afán la idea de la pareja Francia-Alemania, inaugurada por De Gaulle y

Adenauer, abandonada, por Pompidou y Brandt y retomada por Giscard y Schmidt. Y esto se vio cuando, desde las primeras señales anunciadoras de los cambios en el Este, François Mitterrand y Helmut Kohl sintieron que Europa estaba en peligro.

Desde hace medio siglo, los hombres de Estado consideraban que la unificación de las dos Alemanias era inevitable y estaba cargada de todo tipo de catástrofes. La primera víctima de ello debía ser Europa. Los soviéticos habían hecho de esta unificación un casus belli. Hoy, una vez que se ha ha producido y desarrollado sin demasiadas convulsiones, uno puede preguntarse qué habría pasado con Europa, con la OTAN, con las relaciones Bonn-París, sin la amistad, a menudo conflictiva y siempre voluntariosa, entre François Mitterrand y Helmut Kohl. Una amistad salpicada por momentos fuertes, como el gran discurso de Mitterrand en el Bundestag, en 1983, y la observancia de un minuto de silencio del presidente y el canciller, cogidos de la mano, ante las tumbas de Douaumont.

Cosa extraña: para expresar la coherencia, que era evidente, de este gran propósito político, François Mitterrand ha esperado al decimocuarto año de su reinado, y hasta este año no ha pronunciado, primero en Estrasburgo y después en Berlín, uno de esos discursos, de tanta fuerza e inspiración, con los que se dirige, durante las campañas electorales, a las muchedumbres de militantes. En el momento mismo en que se libraba a su pasión más noble, Mitterrand permanecía a la defensiva.

Ahora, hasta los más vengativos de sus enemigos de antaño reconocen un hecho: en un mundo agitado por la guerra del Golfo, los, conflictos en Oriente Próximo y la tragedia bosnia, Mitterrand tuvo solamente una obsesión: impedir que Alemania volviera a sus viejos demonios, que prefiriera la germanidad a Europa, que se desvinculase de la Alianza Atlántica y que se convirtiera, en el único interlocutor en Europa de los norteamericanos y los japoneses. ¿Un hombre del pasado? Sí, y en muchos aspectos. Pero los mismos recuerdos que hicieron preferir durante unos meses a los serbios frente a los croatas, y que le impidieron ver en Milosevic al más sanguinario de los nacionalistas, le llevaron a creer que no había futuro sin Europa, ni Europa sin Alemania. A lo largo de sus combates han sido numerosas las desviaciones, los errores y las decepciones. Los bosnios pueden preguntarse de qué les sirven esos valores franco-alemanes o europeos si a ellos les llevan a la servidumbre. Pero todo esto impide que se haga de Mitterrand un hombre desprovisto de visión de futuro y de propósitos, animado sólo por el deseo de permanecer en el poder y cuyo genio sólo consistió en conquistarlo.

Y algunos intelectuales podemos hacer el mismo balance que los demás. El apoyo que, aconsejados por Mendès France, prestamos a François Mitterrand en 1981 nos llevó durante 14 años a unas relaciones pasionales y cambiantes con este hombre contradictorio. Le apoyamos, al principio, para que -para desmentir a Malraux- entre De Gaulle y los comunistas hubiera algo en vez de nada. Sin Mitterrand no habría habido nada en mucho tiempo y los comunistas franceses habrían tardado 15 años más en padecer las repercusiones del declive de su ideología en el mundo. Hacía falta un Mitterrand que encarnara a todas las Francias para oponerse a De Gaulle y para diezmar el partido comunista. A pesar de nuestro mendesismo, y a veces nuestro gaullismo, nunca hemos olvidado la deuda que tiene Francia con él. Como tampoco hemos olvidado que este hombre, del que en Francia ya no se subraya más que el cinismo y la ambición, ha permanecido durante más de 20 largos años en una oposición intransigente y austera.

¿El balance? En primer lugar, y en la cumbre de sus logros, las relación franco-alemana, Europa y las grandes obras públicas. A continuación, la convicción, que gracias a él ha entrado gracias en el hábito de los franceses, de que los hombres de izquierdas son tan gestores como los demás. Sólo Jacques Chirac ha seguido diciendo -con una mala fe circunstancial, pues fue durante un debate electoral en el que ésa era la regla- que la izquierda no tiene habilidad más que para repartir penuria. La izquierda ha hecho lo contrario, ha creado riqueza y no la ha repartido. Y, en tercer lugar, están la abolición de la pena de muerte y un cierto número de reformas sociales.

En lo más bajo de la lista, en el lado del pasivo, están el paro y la marginación, aunque no es posible saber si otros lo habrían hecho mejor, no cabe más remedio que señalar que con Mitterrand han alcanzado las proporciones inaceptables que hoy tienen. Está ese ambiente de especulación que cabria esperar de cualquier presidente menos del que pronunció las imprecaciones del más afortunado lirismo contra él poder del dinero.

Pero, personalmente, añadiría otra cosa, en mi opinión mas grave. El temperamento personal (el desprecio por la autocrítica y la inaptitud para la verdadera pedagogía) ha llevado a Mitterrand a no dar explicaciones a los franceses acerca de dos fenómenos esenciales para Francia. El primero concierne a la "adaptación de la política socialista a las realidades del contexto mundial". Esta frase, de una pesadez inesperada en la pluma de este escritor-estadista, disimula el hecho de que el Gobierno de François Mitterrand ha tenido que abandonar no solamente su famosa estrategia de ruptura con el capitalismo, sino los imperativos de la economía mixta, tan querida para los socialdemócratas. A fuerza de decir: "No he cambiado", François Mitterrand ha expuesto a los suyos a ser acusados. de haber renegado, en el momento en que, por el contrario, tuvieron el valor de inventar en la práctica un nuevo comportamiento de la izquierda. François Mítterrand habría podido ser Leon Blum cuando, escribió A l'échelle humaine y transformó la ideología socialista, le habría bastado con encargar a un Michel Rocard o a un Jacques Delors que teorizaran las adaptaciones. Ha preferido mantener el mito de la fidelidad.

La segunda ocasión perdida concierne a Yugoslavia y a Ruanda. En ese aspecto, François Mitterrand también habría podido hacer lo que hizo Leon Blum en el Luna Park, en 1936, cuando explicó, en la calle, al pueblo francés, por qué no quería intervenir en España. Reservó para algunos visitantes, más o menos dignos, tesoros de la elocuencia que al menos demostraban que había tomado ciertas decisiones con el corazón destrozado, pero con conocimiento de causa. Se negó a participar en ningún debate nacional: ni los parlamentarios, ni nuestros colegas de la televisión se lo reprocharon.

Ahora se va dejándonos algunas imágenes para la historia. Una de las últimas le muestra arrojando un ramo de muguete enl punto del Sena desde el que unos canallas lanzaron al río a un joven marroquí. Otra le muestra en Estrasburgo afirmando: "El nacionalismo es la guerra". En la última, Mitterrand está en Berlín contemplando cómo le aclaman los hombres más poderosos de la tierra. Este hombre, que era toda Francia, probablemente haya querido acabar encarnando a toda Europa.

Jean Daniel es director de Le Nouvel Observateur.

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