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De urnas y gozos

La fiesta está servida. La fecha electoral se acerca. La ciudad se engalana de reclamos de publicidad política. La seducción por una sola opción política nos llama a voces desde muros y carteles. Surge una suerte de frenesí que lleva a unos a apostar por el cambio, otros lo harán por la continuidad. Muchos ciudanos y ciudadanas, pese a tantas decepciones, abren aún sus corazones a la esperanza. Piensan que de su voto puede resultar una organización de la vida colectiva en Madrid más sensata, menos costosa, más gratificante y digna para todos. Se abre un espacio para la ilusión.El saberse ciudadano o ciudadana produce aún en muchos madrileños y madrileñas el escozor de una emoción profunda; por ella perciben que todos cuentan en la construcción de la vida de todos. Es uno de esos momentos en los cuales el interés general, lo que pertenece a todos, desplaza la particularidad reducida de lo propio. Nace un nosotros. Es un preludio, bello, donde la deportividad civil acepta de antemano incluso la derrota, porque ese nosotros de la mayoría -a la que por ser tal se atribuye siempre el respeto a los demás- es superior a nosotros mismos, nos trasciende y se alza magnánimo sobre todas las cabezas otorgando un sentido moral supremo a la democracia. El placer reside en la víspera. Nadie tiene derecho a sepultarlo. Acariciarlo costó muchas lágrimas a muchos. Otros, y otras, pagaron un precio aún más alto.

Sin embargó, es necesario mantener después ese impulso de ilusión. Se trata de una tarea ardua, que ha de batallarse cada día. La mejor manera de no sucumbir a la desidia de una derrota o a la soberbia de una victoria consiste en esgrimir la inteligencia, cuya expresión civil suprema es la solidaridad: la participación ciudadana en la vida política. El trabajo que aguarda a los madrileños y madrileñas es ímprobo. A sus menesteres cotidianos, tan fatigosos, habrán de añadir cada día un esfuerzo continuado por informarse, interpretar lo conocido y dotarse además de una opinión propia que luego, a cada momento, pasada la emoción de las urnas, deberán hacer valer mediante su expresión abierta a través de las organizaciones políticas y ciudadanas. Hay decenas de instituciones donde la participación, el involucramiento individual o colectivo en la alimentación de las decisiones municipales tiene un espacio abierto que está esperando a ser ocupado. Pagamos por ellas un precio elevado.La opinión pública cuenta, vaya que si cuenta en una democracia. Pocos se atreven a gobernar contra ella. Segrega una ética, casi se diría que sagrada, que sólo los más insensatos osan transgredir, porque es razonable y poderosa. No debe eludir el conflicto: puede organizarlo y trocarlo en competición. Vale más un buen pleito, reza el refrán, que: un mal ajuste. Lo importante es que el conflicto, inevitable en una democracia dibujada por clases e intereses distintos, sea sincero, que sus límites y los afanes en juego queden bien definidos: las mejores ideas pueden triunfar tras la pugna.

Pero esta democracia madrileña ha de ser transformada. De democracia gobernada, troquel que casi siempre la clase política municipal trata de imponerle si percibe desparticipación, ha de ser convertida por la ciudadanía en democracia gobernante, colectiva, mediante el fresco -y costoso siempre- amateurismo político ciudadano.No existe otra solución. Participar es idear soluciones a los problemas de todos, acreditándolas con la rúbrica de nuestro apoyo individual. Es necesario convertir la opinión política, la razón fundada, en fuerza -su expresión es la tarea de los profesionales de la política-; y luego, competir con ella en la arena, apoyando a nuestros representantes públicos e impidiendo que nos suplanten con extravíos privados. Pero para ello necesitamos distraer tiempo, arañar nuestro espacio ciudadano propio y aposentarnos en él para utilizarlo en el control y la orientación de nuestros representantes.

Sólo de la participación combativa y atenta de la ciudadanía brota la imaginación, que irrumpe en la palestra con fuerza; sólo así el genio de nuestra ciudad emerge sonriente, con ideas para definir los problemas y brindar las mejores soluciones.

El discurso político, en Madrid, se ha ahuecado abruptamente: sus dos elementos sustanciales, propuestas políticas e ilusiones, tienden a desaparecer; las primeras, sin apenas participación ciudadana, con escasa experiencia colectiva en la búsqueda de acuerdos o en el planteamiento de conflictos, han quedado reducidas a mera imagen; sin la sed y la certeza de que las mejoras son posibles, sin utopía, la vida política resulta inútil. Por eso la publicidad política se ha convertido hoy en Madrid en mero espejo de oquedades. Los publicitarios -o los sociómetras- han desplazado a los políticos en la intermediación que éstos habrían de cumplir entre el ciudadano y la vida pública. Por eso los parlamentos y los plenos municipales cuentan, desgraciadamente, tan poco. En Madrid, recuperar la ilusión implica necesariamente aumentar el compromiso colectivo. Ésa es la verdadera utopía que la democracia para todos cobija. Se trata de destaparla ejerciéndola.Impongamos a nuestros políticos que abandonen el culto a la imagen. Hagámosles salir de ese juego de espejos donde acostumbran a perderse mediante la iguala en indefinición de sus ofertas políticas, aunque juren pertenecer a partidos distintos. Forcémosles a decir qué intereses representan, qué es lo que nos ofrecen a todos y cómo piensan conseguirlo. Obliguémosles a arrumbar de una vez por todas la democracia plebiscitaria de la aclamación y a sustituirla, con nuestro esfuerzo y el suyo, por la democracia gobernante de la participación. Sólo así las elecciones, expresión democrática por excelencia, y la política en su conjunto serán en verdad un gozo ciudadano.

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