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Tribuna
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El debate

El debate entre los candidatos Chirac y Jospin el pasado día 2 es un acontecimiento de actualidad española. Por la importancia objetiva que los aconteceres políticos franceses tienen más acá de los Pirineos; por la consiguiente atención con que se siguen en España, porque, con todos los defectos de que adolece la política francesa y todos los problemas que sufre, señala un polo de orientación a la todavía joven democracia constitucional española. Reconocerlo así no es papanatismo; es patriotismo nacional, uno de cuyos ineludibles ingredientes es la identificación con y la superación de modelos exteriores.En España se quiere hacer política democrática moderna y se puede errar la vía buscando, como siempre, lo que se cree de moda aunque de la penúltima moda se trate. Porque lo que de verdad requiere la altura de nuestro tiempo en política no es la personalización, sino la objetivación y la cooperación antes que el conflicto. Los franceses, políticos y ciudadanos, así lo han entendido en esta campaña electoral, de la que fue buen exponente el último debate televisivo entre los candidatos a la presidencia. Ambos hicieron alarde de moderación, superando muchas de sus actitudes iniciales, pero más positivo aún es que los comentaristas y medios de comunicación franceses han estimado en lo que vale este esfuerzo de los contendientes.

En efecto, las instituciones semi presidencialistas de la vigente Constitución francesa favorecen una personalización de la competencia política en el individuo candidato, puesto que éste se ofrece como tal a los electores, más allá de su propio partido cuando lo tiene. Y sin embargo, la personalización es mucho menor que la que se da en un sistema parlamentario como el español, deformado por partidos rígidos y caudillistas hacia dentro y hacia fuera. La izquierda y la derecha se configuran ante, durante y después de las elecciones,, no como bloques monolíticos, sino como constelación de corrientes, de grupos y de personalidades, divergentes en extremos importantes, tanto de política exterior como de interior. Nadie discute en la sociedad francesa que esas disparidades, inherentes a la pluralidad cuando ésta es de posiciones y no solamente de ambiciones, son ingredientes ineludibles e incluso positivos por enriquecedores, del panorama político.

Cualquiera que sea el resultado de las elecciones presidenciales de mañana y sin perjuicio de que gane un candidato, éste no aparece como figura solitaria, sino enmarcado, no tanto en el aparato de un partido tan rígido Como el propio caudillo, sino. en. una constelación de personahdades políticas con propio y específico peso.

Por otro lado, los candidatos hablaron de cosas y no de personas. De proyectos y no de chismes. Objetivaron al máximo su polémica y ello les permitió descartar el improperio. Uno y otro explicitaron su posición sobre política internacional e institucional sobre economía y cuestiones sociales. Y porque ello puso de manifiesto con no table nitidez su perfil político, hizo posible evitar la con frontación personal. No era preciso, ni siquiera tal vez posible, buscar al enemigo porque bastaba con exponer el propio programa y examinar críticamente el del adversario.

Ahora bien, esta objetivación de la contienda reveló que más allá de la voluntad de sus protagonistas existían numerosas coincidencias y, en todo caso, llevaba consigo el respeto, no sólo personal sino incluso político e histórico, del adversario. Si la derecha sustituye a la izquierda, será sin mengua del honor de ésta, porque también pertenece a la vida de Francia.

Pero esto es lo que caracteriza a toda democracia que merezca el nombre de Estado. El ser plural pero homogéneo, discrepante pero consensuable, alternante pero continuo.Cuando no han sabido ser así, han dejado de funcionar e incluso de existir. Felizmente, no ha sido ni es el caso de Francia.

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