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Tribuna:LA VUELTA DE LA ESQUINA
Tribuna
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Semoviente urbano

Pertenecen al pasado, son expresiones costumbristas; folclóricas, nostálgicas. Podremos rememorar, ante nuestros menores, la época en que, por ejemplo, al autobús "se le veía venir". Destacaba su color rojo, remedo del siniestro (circulan por la izquierda) bus londinense, en bajito; como mucho, duplicado a lo largo y, en nuestros días, algunos muy peripuestos y acogedores, para que los viejos podamos subir, a lo que dé la pierna de sí. Una cortesía para los minusválidos, regazo en el que nos confinan las pesadumbres de la edad.Desplazarse en Madrid, por medio de los transportes de la EMT, es un fenómeno físico, psicológico, y un deporte, casi sobrenatural. No "se-ve, se espera o se toma" el autobús. Somos recogidos por él, gracias al encomiable gesto de condescendencia y solidaridad del conductor, que conoce dónde están ubicadas las paradas fijas. Imagino que va el buen hombre, ojo avizor, un pie acariciando el pedal del freno, y la mano sobre los complicados chirimbolos de los mandos: si percibe uno ó varios bultos antropomórficos, se detiene: puede que sean usuarios.

Es mi medio de transporte usual, que reúne distintos provechos: para empezar, evitamos sus propios humos, que dejamos atrás. Sentados, el trayecto es cómodo y variado el paisaje que circula tras las amplias ventanillas. Algún día gélido o excesivamente "caluroso, cualquier sano, acalorado o friolento, paisano suele entreabrirlas, sin oreocuparse jamás de devolverlas a la anterior posición. Ir de pie nos homologacon Tarzán de los monos, Sylvester Stallone o Indiana Jones; pone a prueba el sentido del equilibrio, la robustez de las piernas, y fortalece los músculos del brazo y el antebrazo, en el supuesto de que consigamos agarrar una barra o el borde de un asiento.

Tuve, en tiempos noveles, la sospecha de que estos autobuses -y la forma de manejarlos- eran los simuladores de vuelo para astronautas "pobres o de países deprimidos. Muy logradas las sensaciones de aceleración súbita, pérdida de gravedad, desplazamiento de vísceras en el instante del frenazo y otras ordalías que soportan los pilotos del espacio. Habitar aquí, acreditando 60 horas de recorridos urbanos, convalida puntos favorables.

Actualmente, puedo considerarme, sin falsa modestia, como aceptable pasajero de la línea 21. El horror, la alarma, el susto de los días primeros son sólo un recuerdo superado. Cuando los turismos y las motocicletas, como temerarios victorinos, se cruzan en inesperados giros al cortar la plaza de Colón, o el ceñido pase por las calles de Hortaleza y de Fuencarral, entre los coches, furgonetas y camiones en doble fila, por un lado, y los hitos y mojones de hierro plantados en el otro, todo eso pertenece el pretérito.

No más tarde que anteayer me encontraba a la espera del transporte, cavilando acerca de la ausencia, de isidros, que o ya no vienen o la ciudad los incorpora en su censo. No tenía sentido, pues, que un enorme y lujoso pullman, con matrícula de Madrid, estuviera plantificado ante el poste señalizador y la, marquesina aneja, tan sumamente incómoda como bien diseñada. No lo habían abandonado; en la zona delantera se adivinaba la hierática silueta del chófer.

Nuestra mampara izquierda se hallaba cubierta por la imagen, ciertamente atractiva, de una escultural señorita en paños menores anunciando, quizá con cuestionable congruencia, una bebida alcohólica, otro curso de informática por correspondencia o una fastuosa limousine. Es decir, impide la visibilidad así como protege del viento cuando sopla por ese cuadrante. Un retrete público de pago y la plagiada silueta parisiense de otro quiosco para tirar botellas y pilas cegaban el 92% de toda percepción.

Pudimos, sin embargo, atisbar el airón colorado de nuestra traslación superficial. Los cuatro o cinco que esperábamos hubimos de rebasar, como una piña, el estancado autocar turístico, hasta casi la mitad de la calle. Confieso que me ganó la indignación, compartida por los ocasionales compañeros.

El conductor, robusto y arremangado, permanecía con los codos apoyados en el volante. Le increpé:-Pero, oiga, ¿no sabe que se ha detenido en una parada?". Percibí una mirada inhumana y una voz desagradable respondió: "Sí, lo sé". Expelí una sarta de irreflexivas injurias, sin reparar en su evidente vigor. No reaccionó ni modificó la ociosa postura.

Subimos a nuestro vehículo, y otro pasajero dio la única versión aceptable al insólito fenómeno, "Creo que es otro mueble urbano. ¿Se han Fijado que estaba allí únicamenie para estorbar?"'. Tenía razón. En Madrid, el que no hace lo que le sale de las narices es porque no quiere.

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