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La demarcación

Enrique Gil Calvo

Tras diluirse hasta quedar borrosa, la oposición entre derecha e izquierda retorna a la actualidad. Y no me refiero con ello al clima de precampaña electoral, sino al libro de Bobbio donde se replantea el criterio de demarcación política, reduciéndolo a la cuestión de la igualdad: mientras la derecha justificaría un cierto nivel de desigualdad, la izquierda haría de la lucha contra ella su razón de, ser o causa primera y última. Creo que esta distinción resulta confusa y enmascara otras irreductibles a la cuestión igualitaria. Por eso me parece útil discutir primero el criterio de igualdad, para pasar después a otros dos criterios de demarcación alternativos, propuestos por Hisrschman: el dualismo público/privado y la búsqueda del cambio social. Es cierto que la izquierda tiene mayor propensión igualitarista que la derecha, pero igual podríamos proponer otras propensiones análogas, como la búsqueda de libertad o de justicia. El problema que presentan todos estos parámetros es que aparecen a ambos lados de la raya, aunque sea en distinta medida: la derecha también es moderadamente igualitarista, al igual que pueda ser liberal y justa, y reivindica alguna igualdad (por ejemplo, ante la ley o la de voto), al igual que la izquierda justifica también alguna desigualdad (como la imposición progresiva o la discriminación positiva). Pero aún queda como posible criterio demarcador a discutir la redistribución de la renta.¿Es de izquierdas redistribuir la renta y de derechas oponerse a ella? Depende de los objetivos que se espere alcanzar. La derecha no sólo admite, sino que exige, al igual que la izquieda, un cierto nivel de redistribución: el precio para obtener la necesaria igualdad de oportunidades, sin la que no hay competencia de mercado ni resulta posible la selección de los más aptos y capaces. La modernidad es meritocrática y competitiva, lo que exige instituciones garantes de la igualdad de oportunidades para que la concurrencia sea máximamente eficiente: no es sólo cuestión de justicia distributiva, sino además de rendimiento funcional. Pero una vez garantizada la igualdad de oportunidades por las políticas públicas (educación, sanidad y protección social), ¿sigue siendo necesario redistribuir la renta todavía más allá? En particular, ¿debe favorecerse desde el poder la igualdad de retribuciones, redistribuyendo la renta desde los más capaces o productivos hacia los más ociosos o consuntivos?: esto no sólo sería probablemente ineficiente (si prima la incompetencia o la pasividad, desincentivando las inciciativas de autorrealización personal), sino que resultaría injusto quizá (al recompensar por igual al parásito y al esforzado). Pues bien, aquí es donde puede residir la demarcación entre derecha e izquierda: aquélla se opondría a la subvención de los improductivos mientras ésta tendería a solidarizarse con ellos.

Pero las cosas no son tan simples. La izquierda siempre ha luchado, en nombre de la justicia, contra la explotación: la tierra y la propiedad para quien las trabaje, y no para su ocioso propietario improductivo. Por eso la izquierda se edificó históricamente como ética del trabajo y de la autorrealización personal (que exige como corolario la desigualdad de retribuciones), mientras la derecha defiende una ética de la herencia que justifica el estéril rentismo. De ahí la legítima duda que plantea el feminismo: ¿es justo que mujeres ociosas de clase acomodada dispongan de más medios que las que se ganan la vida por su propio mérito y esfuerzo? El moderno individualismo está edificado sobre la independencia económica que proporciona el trabajo, cuya realización personal sólo tiene sentido Si SIL retribución es proporcional al esfuerzo realizado. Y, sin embargo, la izquierda no siempre reconoce esta evidencia. ¿Por qué?

Lo que se esconde sin duda tras la premoderna reivindicación de la igualdad de retribuciones no es la política, sino la religión. Mientras la izquierda protestante coincide con la derecha protestante en sostener la meritocrática desigualdad de retribuciones (cada cual sólo tiene derecho al éxito que se haya merecido personalmente), la izquierda católica coincide con la derecha católica en defender la irresponsabilidad personal: sean cuales fueren nuestros méritos o realizaciones, todos tenemos el mismo derecho a la gracia providencial. Luego el igualitarismo sí es un criterio de demarcación: pero no entre derecha e izquierda, sino entre una política de inspiración católica (sea socialista o cristianodemócrata) y otra de raíz protestante (ya sea, liberal o socialdemócrata).

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Entonces, ¿qué mejor criterio de demarcación política cabe proponer? Ante todo, el que refleja la voluntad popular: votan a la derecha los propietarios, profesionales privados o etrabajadores por cuenta propia (y sus familias), mientras votan a la izquierda los trabajadores por cuenta ajena: asalariados, funcionarios o empleados (y sus familias). Esto es así por la identidad entre izquierda y ética del trabajo, frente a la paralela identidad entre derecha y ética de la herencia: votan izquierda quienes dependen de su propio esfuerzo, mientras votan derecha quienes disponen de capital familiar. De ahí que la derecha defienda las instituciones privadas (familia, empresa, propiedad, herencia), mientras la izquierda defiende a las personas (meritocracia, protección pública, educación, movilidad social). Y de ahí que la derecha tienda al economicismo (anteponiendo las leyes de mercado sobre los derechos sociales), mientras la izquierda tiende a la politización (que busca el interés público al margen de su rentabilidad). Este obvio criterio de demarcación coincide con los que propone Hirseliman de primacía de lo público y control del cambio social. Puesto que la derecha se identifica con la defensa de la propiedad privada (entendida desde Locke como fuente de todas las libertades), tiende a entender lo público como un instrumento al servicio del libre desenvolvimiento de la iniciativa privada. Por eso la derecha supedita lo público (entendido como ley y orden) al imperio de lo privado (identificado con el mercado). En cambio la izquierda, puesto que se identifica con la ética del trabaj o, que exige cooperación colectiva, tiende a entender lo público como un compromiso compartido. Por eso la izquierda hace de lo público un fin en sí mismo: una arena de intercambio y un foro de debate donde se ejerce la virtud cívica de participar en la causa común. La res publica es la obra colectiva en cuya representación nos comprometemos a participar con nuestra propia autorrealización personal.

Y por eso para la izquierda lo público es el sujeto de la historia, en vez de ser su objetivo pasivo. Cuando la derecha conservadora defiende la herencia legada por la tradición (la lengua, la familia, las instituciones, la nación), está sacralizando la historia, al hacer de ésta algo cuasi natural que no debe ser artificialmente interferido por la voluntad humana. Así era en Burke, al oponerse al intento revolucionario de refundar legislativamente la historia, y así es en Hayek o Popper, al entender las instituciones como un subproducto de la sedimentación histórica que surge por generación espontánea (como una consecuencia imprevista e involuntaria del acontecer humano) y que, por tanto, nunca debe ser creado ni cambiado por ningún acto político deliberado. Se trata, pues, de darwinismo histórico, pero en sentido conservador: para la derecha la historia sólo puede evolucionar por selección natural, y todo intento político de forzar el cambio social (como propone la izquierda. progresista) implica un arriesgado experimento de selección artíficial destinado a fracasar.

Pues bien, frente a esta sacralización de la historia, la izquierda no se resigna a sufrir pasivamente el curso de los acontecimientos. Por el contrario, como Prometeo, la izquierda desea ser el sujeto de la historia y no su azaroso objeto: y para eso busca controlar el curso de los acontecimientos mediante políticas de cambio social democrático, que intentan aprender de la experiencia para prevenir el futuro corrigiendo los posibles errores, en lugar de resignarse al fatal destino de tener que caer en ellos. De ahí la responsabilidad pública de intervenir en las instituciones privadas, entidades que no merecen ser conservadas más que reformándolas en beneficio de su único sujeto: las personas.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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