La Francia de después de Mitterrand
La campaña presidencial en Francia no es un acontecimiento político; es un juego de sociedad. Todo el mundo habla, pero nadie tiene nada que decir. Un cierto número de candidatos, que no tienen ninguna posibilidad de vencer, tratan de influir en los que pueden ganar; es importante para ellos, más que para el país. La extrema derecha, con Le Pen y De Villiers, representa alrededor del 17% de la intención de voto, y la extrema izquierda, con Hue y Laguillier, alrededor del 13%, pero el peso que alcancen estos candidatos secundarios dependerá sobre todo de lo que ocurra con los tres candidatos principales. El candidato socialista, Lionel Jospin, que está llevando a cabo una campaña activa y algo didáctica, no interesa demasiado, porque el total de votos de derecha es por lo menos del 60%, lo que le quita toda posibilidad de triunfo. Queda el tándem Balladur-Chirac, que acaparan toda la atención. Pero es inútil buscar lo que les diferencia, pues cuanto más avanza la campaña menos hablan. A pesar de todo, se puede hacer una observación importante: los franceses habían otorgado su confianza a Balladur para hacer retroceder el paro; ha fracasado, y lo ha pagado pasando en unos días de la situación de favorito a la de aspirante. Ahora tiene que adoptar, igual que su rival, un vocabulario diferente, y aceptar el aumento de los salarios para reactivar la economía. Lo único que parece estar garantizado es que ha terminado el largo periodo de la austeridad y el ajuste estructural. La sociedad se despierta: las presiones y conflictos se multiplican. Puede que Balladur acabe por ganar, pero es más lógico pensar que un cambio de política tan importante debe conllevar un cambio de Gobierno. Y esto parece tanto más probable cuanto que las empresas van mejor, la situación del comercio exterior es positiva y la competencia intemacional limita el riesgo de inflación.Pero ¿qué otra política podría hacer Chirac? Es poco explícito sobre ese tema, y sus actuaciones en el pasado nos informan todavía menos. Como primer ministro entre 1974 y 1976, llevó a cabo una política laxa de subida de salarios cuando había que responder a la crisis del petróleo, lo que hizo caer las inversiones y disparó la inflación. En 1986 fue, por el contrario, el primer ministro de la revancha liberal. Probablemente, los franceses no se equivocan al considerarle imprevisible. No tratemos, pues, de sondear sus intenciones, sobre todo porque sus asesores apuntan en todas las direcciones: Juppé está próximo a la política de Balladur, Madelin es un ultraliberal, y Séguin, un gaullista de izquierda con acentos muy nacionalistas y populistas. Intentemos más bien definir la situación francesa.
Francia todavía está dominada por un Estado gestor, a pesar de las privatizaciones, y su importante sector público multiplica los conflictos sociales por miedo a perder los estatutos que protegen a sus trabajadores cuasi-funcionarios: desde Air France y Air Inter a Éléctricité de France y los ferrocarriles y los transportes parisienses, desde Correos a la enseñanza. No se ve muy bien cómo puede evitar el desarrollo de una política liberal cuya orientación general ha aceptado desde hace 10 años; pero al mismo tiempo debe reactivar la demanda interna. Esta situación es análoga a la situación italiana: Berlusconi hizo que triunfara un programa ultraliberal, destruyendo la alianza de las grandes empresas públicas y privadas y el Estado, pero cayó ante la resistencia de los asalariados y jubilados a su plan de disminución de las pensiones. Aunque el contexto francés es diferente del italiano, la contradicción que hay que manejar es la misma: ¿cómo reforzar la empresa privada a la vez que se aumentan los salarios?El riesgo de incoherencia es grande, pero puede que no haya otra elección, puesto que el largo periodo de buen comportamiento de los asalariados franceses ha llegado a su fin. Probablemente, la resistencia principal no vendrá de las empresas y asalariados del sector privado, sino de los asalariados de los monopolios públicos, donde se vienen multiplicando desde hace 10 años los movimientos reivindicativos y corporativistas. Esta resistencia sólo puede ser superada por un Gobierno de derecha, porque la izquierda socialista tiene intereses electorales que le impiden meterse con los monopolios públicos. Esto lleva a pensar que durante dos o tres años habrá un Gobierno de derecha -ya sea nombrado por Chirac o por Balladur-, que tendrá que sufrir un periodo agitado; aligerar el sector público, pero también reactivar las negociaciones colectivas, y, por tanto, la sindicalización, en el sector privado. Sólo tras ese dificil periodo -análogo al que acaba de vivir Italia- se podrá reorganizar la izquierda, algo que parece difícil, pero indispensable, y que se impondrá una vez que François Mitterrand se retire de la vida política.
La confusión e incertidumbre actuales no se deben, por tanto, a la personalidad de los candidatos, sino a la inminencia de un cambio de política que no coincide con un paso de la izquierda a la derecha ni a la inversa.
Balladur decía recientemente que Francia vive desde hace 20 años en un clima de crisis, y que ese periodo se ha terminado ahora. Esta opinión me parece profundamente acertada, si a ello se añade que un periodo de crisis es un periodo de acción defensiva y, por tanto, de relativa calma social, mientras que cuando las perspectivas económicas mejoran, las demandas de todas las categorías de ciudadanos se recrudecen, lo que tiene la ventaja de revitalizar a los actores sociales. No es una casualidad que la patronal, largo tiempo silenciosa, casi ausente, retome ahora la iniciativa bajo la dirección de un gran empresario ilustrado, Gandois. A los sindicatos de asalariados les será más difícil recuperarse, porque en la actualidad Francia tiene una de las tasas de sindicación más bajas de Europa.
El que la nueva situación sea gestionada por Balladur o Chirac es casi secundario. Hace dos meses, Balladur parecía tener segura la victoria; hoy parece ser Chirac quien domina la campaña; su éxito es perfectamente posible, porque la oposición del pasado y el futuro no se corresponde con la de los dos candidatos principales.
Esta campaña sin contenido y confusa, que no apasiona más que un partido de fútbol o una carrera de caballos, representa, sin embargo, un momento muy importante en la historia política y económica de Francia. Se ha terminado el periodo durante el que se impusieron las exigencias externas, internacionales. Ahora pasan a primer plano los problemas sociales y económicos internos. En América Latina, se diría que Francia debe pasar de una política hacia fuera a una política hacia dentro. Dicho más claramente: Francia entra en una etapa de agitación y turbulencias que se sentirá con especial fuerza porque el nuevo presidente no tendrá la experiencia política de Mitterrand. Se acaba un periodo que ha durado dos décadas, y Francia aborda sin preparación ni concienciación suficientes una nueva etapa de su historia.
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