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Tribuna
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'Derby' es 'derby'

Mientras el ingeniero ruso Igor Dovobrolsky, arrogante como un viejo mariscal, recorría el campo buscando el último tren perdido por el Atlético de Madrid -es decir, el Tren Valencia-, unos metros por delante, los que separan al que ordena del que ejecuta, Roman Kosecki tiraba la diagonal polaca con la urgencia de un evadido y Kiko hacía un esforzado intento de bordar su fútbol andaluz; o, mejor dicho, hacía un desesperado intento de recordarlo. Por fin éramos testigos de un derby utópico: en esta oportunidad, los chicos de Basile no estaban atrapados por la tensión y, aquí una pared, allí un taconazo, recitaban de memoria su mejor fútbol.Enfrente, el Real Madrid hacía un esfuerzo paralelo por volver a su propio guión. No era sencillo; se trataba de practicar simultáneamente las dos acciones, siempre incompatibles, de leer y salir del agua. La principal dificultad del problema sería la de llegar a tiempo; a la vista del doble juego de música y latigazo que hacía el Atlético, cabía la posibilidad de que el partido estuviese perdido cuando el ritmo se hubiese ganado. Por todo ello, Redondo y compañía tuvieron que afanarse en una ingrata tarea de reconstrucción. Era preciso rehacer el plan desde la primera línea. De nuevo, la clave sería aplicar, punto por punto, la conocida fórmula brasileña: tocar sin prisa, sacar al contrario de la cancha, y romperle la espalda de un solo zarpazo.Como era de esperar en esa confrontación de voluntades aparecieron sucesivamente todos los artistas: quizá por primera vez desde su llegada, Dovobrolski pudo sentirse tan importante como en los felices años de Moscú; como entonces, ahí estaba él, administrando el juego con la inconfundible sencillez de las grandes escuelas. A su. alrededor, los chicos de Basile lograban alcanzar su verdadera estatura. En algún momento pareció que tenían el partido.Pero en eso llegaron Sanchís, Redondo y Amavisca con el manual de reparaciones. El primero se encargó de infundir seguridad, el segundo se encargó de impartir doctrina, y el tercero mojó el puñal en su tarro de veneno: de pronto volvía a ser uno de esos sicarios de músculo fino y barbilla puntiaguda que en las peligrosas noches de Venecia atacaban por sorpresa con una daga de cristal. En esa historia de altas pasiones, Zamorano asumiría la responsabilidad de poner la firma.

Finalmente ganó el Madrid porque tuvo aquello de lo que careció el Atlético: esa armadura del corazón que solemos llamar carácter.

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