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Tribuna
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Esnáider, el chico dinamita

Alguna vez, Esnáider se llamó Schneider. En algún lugar de su cabeza se aloja todavía una partícula de acero alemán. Allí, comprimido pero indemne, vive el espíritu de un arrogante nibelungo que es capaz de matar por un gol y de beberse el sudor del portero en el cuenco de la mano.Hace años, cuando unos entrenadores nos amenazaban con el cerrojo italiano y otros con el patadón inglés, la naturaleza nos devolvió el fútbol en Cruyff, Sócrates, Zico, Maradona y otras mutaciones providenciales. Fue entonces cuando se dijo que, para sobrevivir, a los delanteros del futuro no les alcanzaría con la calidad. Los que quisieran prosperar, tendrían que sumar la agresividad a la excelencia.

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Poco después aparecieron Van Basten, Vialli, Papin, Penev y sobre todo Stoichkov. La evolución se ha encargado de cerrar el ciclo, y así Juan Eduardo Esnáider ya pertenece a esa promoción de nuevos goleadores capaces de completar la ecuación del fútbol moderno. Saben que Recibo si me la llevo debe ser igual a Si me la quitas, prepárate.

Casi en edad juvenil, Juan perfecciona su repertorio y profundiza visiblemente su estilo. A fuerza de crecer hacia los propios adentros, su radiografía se aproxima poco a poco a la del goleador ideal. Tiene buen toque, buen manejo y buen olfato para la maniobra, y participa en los despliegues de su equipo con esa inconfundible tensión ascendente de los grandes finalizadores. Con una impecable seguridad, interpreta cada uno de los sonidos, situaciones y claves del juego. Para él, la cancha es un pañuelo, el área un territorio conquistado, y la portería un libro abierto cuyas páginas pueden ser leídas, ángulo a ángulo, desde el banderín de córner hasta los nudos de la red.

Hay en su comportamiento un único problema: sus neuronas tienen una conexión búlgara. Parece que, como con el iracundo Hristo, a los dioses se les fue la mano con él; en un descuido miraron a otra parte y echaron demasiada dinamita a la coctelera. El resultado salta a la vista: en el campo, el chico no tiene amigos; sólo sabe jugar sin compasión. Mirándole es inevitable pensar que en su cabeza todos los personajes y episodios del partido forman parte de un mismo argumento patibulario y exigen un mismo código de conducta. Está claro que en su ideario personal toda condescendencia es sospechosa de complicidad con el enemigo.

Como el nibelungo que lo inventó en algún lugar de la Pampa, él no hace prisioneros.

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