Ojo conmigo
Desconfíen siempre de un autor de pecios. Aun sin quererlo, le es fácil estafar, porque los textos de una sola frase son los que más se prestan a ese fraude de la "profundidad", fetiche de los necios, siempre ávidos de asentir con reverencia a cualquier sentenciosa lapidariedad vacía de sentido pero habilidosamente elaborada con palabras de charol. Lo "profundo" lo inventa la necesidad de refugiarse en algo indiscutible, y nada hay tan indiscutible como el dicho enigmático, que se autoexime de tener que dar razón de sí. La indiscutibilidad es como un carisma que sacraliza la palabra, canjeando por la magia de la literalidad toda posible capacidad significante.Pero a la esencia de la palabra pertenece el ser profana. Es lo profano por excelencia. Por eso mismo la sacralización es el medio específico adoptado por quienes quieren ampararse en ella, o sea -y aunque a primera vista parezca lo contrario-, defenderse de ella. La palabra sagrada ya no dice, no habla, no es más que letra muerta, voz muda, signo inerte la sacralización sumerge toda la luz de la significación en las tinieblas de la mera materia gráfica o sonora: materia ciega, pero segura y firme como un noray de amarre inconmovible.
La palabra sagrada apaga toda virtualidad significante para adquirir poder performativo: no busca se entendida, sino obedecida; de ahí que haya de ser siempre literal como un "abracadabra". Por mucho sentido con que lo embutiera el sínodo que lo fijó en Nicea, también el Credo fue erigido en palabra sagrada. Todo el vigor de su función significante se desplazó a favor su poder performativo en su valor de "símbolo de la fe", o sea de credencial de integración y pertenencia, como lo muestra esa reunión una exigencia de rigor en cuanto a literalidad y una total indiferencia en cuanto a comprensión: No hace falta entender, basta acatar.
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