Guantés para una boda
Del matrimonial enlace de la infanta Elena se ha dicho prácticamente todo lo que espera la curiosidad general. ¡Parabienes y felicidad para la duquesa de Lugo y su alto -altísimo- esposo! De la minuciosa descripción -que yo sepa- parece que falta un pequeño y curioso dato anecdótico: las repercusiones que el fausto ha tenido en un modesto comercio, que languidece al borde de la extinción; son las guanterías. Tiendas que antes proliferaban en Madrid, pequeños negocios de similar aspecto: mostrador de madera abrillantada por el tiempo, el uso y la cera frotada, sobre el que reposa la almohadilla para hincar el codo del cliente; cerca, los palos de ensanchar los dediles, las paredes que tapizan los anaqueles, con cajones como nichos discretos para guardar la mercadería. Apenas quedan en Madrid una docena, de las tantas que salpicaron sus barrios.¿Es que la gente ya no usa, no compra guantes? Parece otra la respuesta: los venden en muchos sitios: grandes almacenes, mercerías, boutiques y hasta los supermercados. En otros tiempos, más ordenados, cada cosa tenía su lugar específico, y los mitones, guantes, quirotecas, hasta los manguitos, se despachaban en las guanterías.
Me gusta llevar las manos enfundadas y, de haber sido previsor, contaría con una variada e interesante colección de guantes de la mano derecha: el otro lo extravío, fatal y sucesivamente. Si a un contemporáneo le ocurre otro tanto, pero al revés, podríamos remediar la recíproca adversidad, dada la penosa coyuntura económica que vivimos. Calzo el siete.
Siete pulgadas, que es la medida que talla esta prenda, tomada "con el pie de letras" (largo de los dedos). Antes había un taller tras cada despacho, para tratar el género a la medida, donde trabajaban el maestro, sus oficiales y aprendices. Hoy, la mano de obra revienta las manos artesanas y llegan ya confeccionados, de fábrica.
Antiguo oficio en el que destacaron los españoles, desde los tiempos de capa, espada y caballería. En el siglo XVII se decía que el guante perfecto era el de piel suavizada en España, cortada en Francia y cosida en Inglaterra. Los últimos y más cercanos esplendores señalan a Barcelona como el lugar donde mejor se curtían las pieles, procedentes de los grandes ríos americanos, cerca de cuyas riberas trotaba el jabato pecari y huroneaba el carpincho, la robusta rata del Orinoco, de suavísimo pelaje, tacto y acomodo.
El buen guantero sólo trabajaba el cabrito y el cordero, hoy sustituidos y devaluados con el heterodoxo pellejo de la cabra. Igual que en tantos casos, cualquier fabricación en serie deteriora la calidad de lo que fue arte y cuidado. ¿Dónde, ahora, la destreza en el tabillonar la piel al ancho, la sutil maestría del vendedor, que troquelaba el cuero domeñado? Incluo las palabras específicas han sido desahuciadas del diccionario, como adscritas a este oficio.
En el Espasa encontramos el rastro de un guante infantil, hallado en la tumba de Tutankamon, lo que incita a pensar que fue más ornamental y ceremonioso que necesario en aquellas calurosas tierras del Nilo. Sorprendente, la manija que se ponían en la siniestra los segadores de tierras cereales, exactamente igual que los jugadores de golf y entre quienes podría yo estar clasificado como archivador de las cosas perdidas a medias.
Experimentaron pasajero esplendor las venerables guanterías de nuestros madriles a raíz de los desposorios sevillanos. Me lo comenta la propietaria de una de ellas -la de la calle de Recoletos-, pulcra y simpática anciana, que allí instaló sus veinte recién cumplidos años, casada con un laborioso oficial del gremio. El año 1933, precisa. Desde entonces, al pie del cañón, asistida por un hijo. El otro día vendió unos guantes a la madre del novio. "Le hicimos los de su boda y los de la primera comunión de la princesa tal, la embajadora cual o la marquesa equis". Tiene una selecta y fiel clientela, que va relevando las generaciones. Las visitas extraordinarias coinciden con fuertes tiradas de ¡Hola!
Las pasadas semanas fueron de ajetreo. Mucho guante de ceremonia, a medio brazo, sobre el codo; de seda, de gamuza, blancos, ocres, bordados, que sólo saldrán de su caja en señalada ocasión futura.
Mi abnegada asistenta los utiliza de algodón para las faenas de limpieza, recomendados por un dermatólogo. Otras personas, relacionadas con las tareas domésticas, los calzan de goma, como expertos cirujanos. Suelen ser valiosas -aunque inconscientes colaboradoras de las factorías de vajillas y cristalerías, por la frecuencia con que estrellan las frágiles piezas.
Los únicos que se calzaron en Sevilla han sido estos de la condesa de Ripalda. La novia, la augusta madrina, el resto de las damas y los caballeros llevaban las manos al aire ¡Oh tiempo de los monos!
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