Transparencia y delito.
JOAQUÍN LEGUINA
Sócrates: "Tengo por principio el de no dejarme persuadir por palabras, sino por razones". Platón. Diálogos.La mayor enseñanza legada por este maltratado siglo que termina bien pudiera ser la siguiente: los objetivos de las utopías, totalizadoras pueden ser nobles, los métodos -han resultado horrendos, y sus administradores, criminales. Por ejemplo, diciendo construir una sociedad. sin clases y sin explotación de unos hombres por otros, la utopía comunista amargó la vida a centenares de millones de seres, produciendo la mayor máquina de picar carne humana que la historia recuerda.
Dos fantasmas recorren hoy Europa. Dos- utopías unilaterales cuya raíz intelectual no pretende sino profundizar la democracia. La primera se denomina transparencia; la segunda, justicia igual para todos. Como toda utopía unilateral, es decir, con un solo objetivo, éstas tienen la ventaja de la claridad en la exposición (¿quién puede estar en contra de que se conozca toda la verdad?, ¿quién es tan desalmado como para desear una justicia desigual?) y también los inconvenientes de quien desprecia tanto el contexto como el conjunto. Llevan en su seno la impronta del dogmatismo sectario que ignora en su propio interés la globalidad social y los efectos perversos que cualquier implantación unilateral, a sangre y fuego, siempre produce.
Los objetivos -repito- son nobles y dignos de defensa, fijémonos en los métodos y en quienes los administran. Conviene adelantar que, cualesquiera que sean los métodos utilizados por los administradores, éstos no pueden saltarse la ley. La ley entendida no sólo en el sentido positivo recogido en los códigos, sino también los principios constitucionales que, no sin dificultad, la modernidad nacida de las revoluciones liberales ha ido construyendo durante los dos últimos siglos en contra de los totalitarismos que le han salido con frecuencia al paso.
La transparencia es administrada por. quienes controlan los medios de comunicación. Los administradores de justicia igual para todos están en el Estado, en el Poder Judicial. A lo que se ve, y no sólo e ' n España, hay una colusión entre ambos movimientos cuyos aspectos positivos tienen aún que demostrarse pero cuyos efectos perversos están a la vista: judicialización y criminalización de la política, traslación de la cosa pública hacia los juzgados y las -redacciones, desaparición del debate ideológico... En fin, reducción significativa del papel de las urnas en la vida política.
Partiendo de la hipótesis según la cual la condición humana, con sus miserias y grandezas, es invariable en cualquier grupo de más de cien individuos, se está autorizado a suponer que entre jueces y periodistas han de producirse las mismas tendencias corporativas y malvadas que entre cualquier otro conjunto de personas, sea éste de agrimensores, obreros del metal, empresarios o conductores de autobús, y cuando se habla del poder debe saberse que el óptimo corporativo que todo grupo humano desea no es otro que mandar sin control. Precisamente para que eso no ocurriera se inventaron el sufragio universal, el Parlamento y la división de poderes. Ahora se trata de mantener el invento, sin el cual la democracia no es viable.
Para empezar, hay que exigir a los abanderados-administradores de las sedicentes utopías aquí nombradas que cumplan la ley. Se trata de perseguir la impunidad y de adecuar con claridad el derecho positivo a los principios que lo informan. Porque hoy, para decirlo claro, todo aquello que legalmente se opone a la cabalgata de la transparencia es conculcado u obviado. con absoluta soltura de cuerpo.
Si la Constitución procura el derecho a la intimidad y al honor, el subterfugio consiste en asegurar que tal mandato constitucional no atañe a quienes por su oficio están en la cosa pública, ya sea la reina de Inglaterra y su, al parecer, rijosa familia o el alcalde de un pueblo. Una buena parte de esa información, se obtiene mediante procedimientos ilegales que milagrosamente. se blanquean al pasar a las páginas de los periódicos, al vídeo televisivo o a los micrófonos de las radios. Y no pasa nada. Nada, excepto el ninguneo sistemático de uno de los principios sobre los que se asienta la convivencia democrática.
La Ley de Enjuiciamiento Criminal señala en su artículo" 301 que "las diligencias del sumario serán secretas hasta que se abra el juicio oral". De bien poco sirve esta norma. Todos los días (tómese aquí la palabra todos en su literalidad) dicha ley es conculcada. La argucia y el engaño se producen, en este caso, cuando se asegura que el juez instructor "ha levantado el secreto del sumario". Mentira. El juez instructor sólo está autorizado a levantar el secreto entre las partes. Para terceros, es decir, para la prensa, el secreto permanece hasta el juicio oral. Es más, aquel funcionario público que rompe el secreto sumarial incurre en una responsabilidad penal, y, si la revelación origina "grave daño para la causa pública o para terceros", las penas previstas son de prisión e inhabilitación especial. Risas en el auditorio. Se pisotea la ley ante la total inoperancia de jueces y fiscales, ¿en beneficio de la transparencia? No, en beneficio de los intereses políticos y personales de quienes, seguros de su impunidad, manejan los sumarios y la información en ellos contenida a su antojo.
Vuelvo al inicio. Tras objetivos nobles suelen ocultarse administradores e intereses que no lo son en absoluto. El fin (los objetivos) no justifica los medios (el delito), se dice con razón, pero aquellos mismos que lo predican cuando les interesa no aplican para sí este principio. Al contrario, no tienen ningún recato en utilizar la comisión de delitos para alcanzar sus fines.
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