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Aquellos polvos

Cinco años después de que Alfonso Guerra saliese fiador ante el Pleno del Congreso de la actuación de su hermano como asistente suyo en la Delegación del Gobierno de Sevilla, los tribunales le imponían su tercera sentencia condenatoria. En diciembre de 1992, Juan Guerra fue castigado a un año de prisión por defraudar al Tesoro 43 millones de pesetas, resolución que la Audiencia anularía después por falta de pruebas. En junio de 1994, el Supremo le condenó a seis años de inhabilitación como inductor de un delito de prevaricación cometido en Alcalá de Guadaira; la recalificación de una parcela comprada por Juan Guerra a la empresa pública Ensidesa fue un "trato de favor" dispensado injustamente -según establecen los hechos probados de la sentencia- por un Ayuntamiento de mayoría socialista al hermano del vicesecretario general del PSOE.La tercera condena fue dictada la semana pasada por la Audiencia Provincial, que sanciona a Juan Guerra con un año y medio de prisión por un delito de usurpación de funciones; irregular okupa del despacho asignado a su hermano Alfonso en la Delegación del Gobierno de Sevilla, sus ostentosos ejercicios de simulación para aparentar poder engañaron y escandalizaron al público. Juan Guerra utilizo además esas dependencias oficiales para concluir negocios privados y para recibir "numerosas visitas" que le solicitaban "apoyo e intermediación" en determinados asuntos o la práctica de "gestiones ante organismos y empresas públicas". Esa insólita patrimonialización del Estado por un militante del PSOE ajeno a la función pública muestra hasta dónde llegaron en aquellos años la audacia y la sensación de impunidad de los socialistas andaluces.Vistas desde 1995, las trapacerías de Juan Guerra suenan a broma; los traicioneros fraudes del ex gobernador del Banco de España, el pasmoso enriquecimiento del ex director de la Guardia Civil y el descarado reparto de los gastos reservados entre altos cargos de Interior dejan en mantillas aquella cutre rebatiña. Tal vez las modestas dimensiones de la acumulación primitiva personal o familiar de riqueza apalancada por Juan Guerra se debieran únicamente a falta de oportunidades o a escasez de medios; nadie le puede arrebatar a ese truhán, sin embargo, el triste honor de haber marcado la principal divisoria de las aguas en la historia de permisividades y connivencias del Gobierno socialista frente a la corrupción. En efecto, el caso Guerra fue el prototipo artesanal de la estrategia diseñada para tapar los escándalos que pudiesen implicar a dirigentes del PSOE o altos cargos gubernamentales: la fórmula era aplazar la exigencia de responsabilidades políticas hasta que los tribunales hubiesen depurado mediante sentencia firme las responsabilidades penales del asunto.

Mientras la lentitud de la Administración de la justicia y los recursos de apelación a instancias superiores permitían demorar varios años la sentencia firme y enfriar los ánimos, el garantismo constitucional brindaba a los abogados la posibilidad de obstruir maliciosamente el proceso o de conseguir la nulidad de las actuaciones. Al tiempo, la invocación extemporánea y abusiva de la presunción de inocencia pretendía que esa institución procesal, creada exclusivamente para proteger a los justiciables frente al Estado, sirviese además de refugio sagrado ante las informaciones y las críticas de la sociedad acerca de los escándalos. Aunque la estrategia dilatoria aplicada por el Gobierno para pudrir las situaciones procesales haya podido resultar temporalmente útil a los acusados, ese torticero empleo de los mecanismos del Estado de derecho ha sido desastroso para el sistema democrático: los polvos del caso Guerra, esto es, la negación cínica de las evidencias, la utilización desviada de la presunción de inocencia y el recurso picaresco de aguardar a que la tormenta escampe, se hallan en los orígenes del actual lodazal de corrupciones y escándalos que ensucia nuestra vida pública.

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