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Tribuna
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La cultura indefensa

Mozart no precisaba defenderse de Luis Cobos. Mozart se defendía de los caprichos de los nobles, de los celos de sus pares y de los sinsabores y la miseria de la vida. Y es que la diferencia es cualitativa y esencial. Lejos de contarse como una cantidad homogénea más en la adición de las agresiones ambientales, la mera defensa ante Luis Cobos hubiera colocado a Mozart en un universo radicalmente distinto. Se trata del configurado por el triunfo multimediático del kitsch, a datar quizá de la reproducción técnica de la obra de arte, del imperio de la cultura de masas y de la contabilidad implacable de grandes superficies y almacenes.He aquí mi tesis extrema: de haberse tenido que defender de Luis Cobos, Mozart no hubiera sido Mozart. Confinado a ese otro mundo, el clavecín se habría derretido, la tinta se habría hecho lágrima esquiva de impotencia, y el pentagrama habría echado a volar como aquellas golondrinas que los griegos ponían en el camino dé las sombras. Cautivo y desarmado el cantor, el eco se habría extinguido. Cierto, Mozart y Luis Cobos -mis símbolos; proponga los suyos el lector- no se habrían encontrado nunca, y quizá el segundo en nada habría interesado o perturbado al primero. Pero Mozart no habría podido ser Mozart si cada nota pensada o escrita hubiera tenido que corresponderse con el esfuerzo cotidiano de discutir el espacio de la armonía, delimitar el terreno de la propia ponderación, batirse contra el encanallamiento de los potenciales receptores y contra la invasión multidireccional de la impostura. Ésos no son trabajos de un hijo de Orfeo, sino del gladiador Espartaco y de Lázaro de Tormes en comandita.

No conocemos bien los límites del genio, mas sí los del hombre: de su agotamiento, de su enfermedad, de su amargura. Atribuya el lector a Mozart cuantas partituras desee, pero tírelas a un cajón oscuro, ciérrelo después y arroje todas las llaves a la fosa común del tiempo. ¿Adónde se fue Mozart? Virginia Woolf imaginó una situación semejante al pintarnos el destino de una hermana de Shakespeare en A room of ones own. El suicidio de ésta y el descarnamiento del Mozart histórico que yo fabulo ilustran mi noción de indefensión y defensa. ¿Qué entiendo históricamente por tal? Llamo defensa a ese contar previo con el acogimiento de otros hombres, de quienes en materia de creación cultural han pasado por una alfabetización verdadera y por una disciplina electiva que haga innecesaria la discriminación consciente entre el mundo de Madonna y el de Don Giovanni. Cuando existía una auténtica cultura popular, la percepción y la clasificación eran automáticas: aquellas legítimas hermanas ni se ensombrecían ni se anulaban entre sí. Ahí está la jota, el bertsolari y el retablo demaese Pedro; aquí está Nizhinski, Goethe y Le nozze di Figaro. La captación del fenómeno en función de la estructura de clases y estamentos sociales no pasa de ser una buena fenomenología: la sardana no excluye la partita para violín, ni el romancero atrofia la fruición del Fausto. Es más: pueden fecundarse y se fecundan recíprocamente. Así pues, ¿por qué Luis Cobos anula defacto a Mozart, Gala a Chéjov o Ramoncín a Ortega? ¿Hemos perdido ya la guerra ante tanta barbarie fantasmal y chillona?

Mi interrogante suele concitar un ladino comentario: sólo puede razonar así quien se tenga por un Mozart frustrado o envidie sordamente a Luis Cobos. Sea: dejemos tan noble dictamen a beneficio de inventario para quienes son ajenos a todo pensamiento abstracto y despersonalizador. Mas el espacio antropológico del crítico ha de acorazarse contra la insinuación de cuantos se aprovechan de la situación criticada. Por eso es imprescindible que las fronteras se tracen con rigor y que, como en la naturaleza, las leyes de la ecología se respeten en la cultura. Es asunto de higiene y salvación. Cumple denunciar -¡otra vez!- el descomunal engaño de la cultura de masas porque ni sustituye a la cultura popular ni prolonga o divulga los contenidos de la otra, o sea, su gran acervo de aventura, imaginación y trascendencia de lo inmediato. Importa la génesis del nuevo enemigo: ¿cómo se ha ido formando esa constelación de intrusismo, embuste y envilecimiento? De otro modo: ¿cómo se jalea, se aturde y se degrada a sí misma la universal clase media, telemirona, televíctima y televerduga?

Primera observación: el espacio público de la creación sigue teniendo una estructura inflexiblemente piramidal. Por más que la base (receptora) se amplíe, el vértice (emisor) sigue siendo reducido y, lo más relevante, no se dilata en modo alguno. La ocupación de unos excluye a la de otros, pero quiénes sean unos y otros es indiferente para la mentalidad del almacenista. En el laberinto multimediático la agresión de la cultura se encomienda a dos hermanas gemelas que el mercado robustece: la descontextualización y la hipercontextualización. Ejemplo de la primera: unos señores gordos entonan arias escogidas en un estadio de Tejas y reúnen allí a millares de espectadores -los mismos quizá que habría convocado Tina Tumer o un combate de boxeo-. El embaucamiento mediático llamará manifestación cultural a lo primero y silenciará lo demás, pero el don del espíritu, expulsado de su contexto propio, se esfuma ahí para convertirse en rito antropológico de conformidad y comparecencia. Ejemplo de la segunda: los entretenedores de las ondas -¡filósofos!- escudriñan la abisal y poliédrica personalidad de Jesús Gil y no se olvidan de mencionar algún cargo académico para nimbar la picaresca productiva con el marchamo del funcionariato: ¡eh, chaval, que yo además soy catedrático de ética e hípica! Si, como en España, la valoración arcaizante de grados y escalafones desplaza a la de los saberes (la única que cuenta), la jugada de todos esos pillos es maestra y decisiva. Tal hipercontextualización cimenta así el lustroso sobresueldo de cuantos opinadores se han convertido en "referencia inexcusable" a la hora de juzgar cualquier suceso comunitario. Las generaciones de astutos cachorros que han visto en cierto periodismo y sus aledaños el atajo fácil a la nombradía y el poder se cuidarán mucho de insinuar siquiera la existencia de un mundo distinto: el del rigor callado, el del trágico ocio del creador y el de la dificultad inherente a toda obra grande. Ay, ¿cómo puede venderse el silencio, la tragedia o la dificultad? Desde la trinchera de la edición o desde coloquios mostrencos diseñados para el exhibicionismo insano de sus socios, los nuevos mandarines administran hoy su imagen y sonido, que iguala el Va, pensiero de Verdi con el de-Nana Mouskouri.

Se trata, a la postre, de que se obnubile la distinción anímica que colocaría al receptor ante uno u otro producto. Al advenedizo zafio ha de hacérsele creer que la Cultura se compra como un modelo de automóvil o de computador. Ahí está El nombre de la rosa o La pasión turca: la vitrina de las ágrafas clases medias las acoge como al último compacto de canto gregoriano o a las últimas disquisiciones de Isabel Gemio. Pero ni siquiera ese elemental rito antropológico que es la compra da cuenta cabal de esta monstruosa confusión. El momento de adquisición de un libro o de una grabación musical se sitúa al final de un complejísimo proceso de educación y disciplina previas. Ha de contextualizarse en un entramado pedagógico que garantice, por parte del receptor, la interiorización de un legado de sensibilidad y de pensamiento. Por eso precisamente el libro o la grabación son algo más que un tasable material de papel o cinta. El fracaso del sistema educativo a este respecto es la precondición del gran carnaval multimediático: al Consumidor se le trata como a un patán semienriquecido cuya cultura popular ha sido destruida y cuyo vacío de referencias llenará cualquier cosa publicitada. Por eso se compra cultura; por eso también cualquier trasegador de naderías sienta plaza de pensador; cualquier indocumentado, de político, y cualquier embaucador, de artista de genio (escritor, músico o cineasta). Basta con descontextualizar aquí y con hipercontextualizar allá. Sin embargo, cierto remordimiento parece inevitable: el nuevo mandamás de esos negocios ha, de ser, sobre todo, un buen reconciliador. Sabe reconciliar a la vulgaridad y a la ignorancia consigo mismas y, tras un juego de bambalinas, reinstala al pensamiento en lo más anodino y previsible. El cliente queda satisfecho: "Bueno, tan lerdo no soy, porque entiendo a ése".

¿Cuál es el arma que manejan todos estos agresores y que, uno a uno, no habrían conseguido forjar? Muy sencillo: la cacofonía. Ante ella, toda la armonía, toda la razón y toda la cultura del mundo se encuentran inermes. La cacofonía es burlona y bulímica: al punto transforma en estridencia el más sublime acorde porque lo mezcla con toda la charanga que administra. La cacofonía convierte a Mozart en un obsceno y ridículo silbido al sumirlo en el gallinero de las máscaras chillonas. La cacofonía reina sobre el actual proceso de acoso y derribo de la herencia cultural del pasado. También lo hace sobre esa cosificación del espíritu cuya denuncia tanto irrita a los príncipes glotones de la escena. En esta noche, el exilio interior de todo creador sincero es la única esperanzadora, aunque arisca, pavesa de luz.

Antonio Pérez-Ramos es doctor en Filosofia por la Universidad de Cambridge. Enseña Historia de la Ciencia en la Universidad de Murcia.

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