¿Eres tú, Robert?
¿Fue una ilusión pasajera? De pronto, Robert Prosinecki resucitaba en el estadio Carlos Tartiere investido de todos sus poderes. Parecía mentira; cinco años después, bajo alfilerazos del orvallo, su figura parecía algo más corpulenta que en Belgrado. Algo más redonda, pero inconfundible: aunque sus hombros se habían ensanchado un poco, seguía teniendo la misma palidez nórdica, el mismo aire de noruego despistado y la misma barbilla de madera. Sin embargo, su credencial más sólida fue su juego. Durante noventa minutos volvió a ser un deslumbrante jefe de operaciones. Además de participar en todos los despliegues y maniobras, aplicó con una rara sabiduría todos los recursos del repertorio moderno: tocó con sencillez para asegurar la pelota, midió largos centros de rosca para oxigenar la jugada, cambió la zancada y el ritmo en los contraataques, dibujó decenas de recortes y filigranas sin catalogar, y se jugó de nuevo todas las fibras de la pierna en cada disparo. Era como para frotarse los ojos.Si un seguidor rezagado del viejo Estrella Roja hubiese recuperado la memoria en Oviedo, habría sufrido un ataque de perplejidad ante tanta devoción popular. Para él, ése no sería un Prosinecki extraordinario, sino el Prosinecki habitual. ¿O es que los títulos de campeón del mundo juvenil, de campeón de Europa de clubes y de mejor jugador yugoslavo fueron una broma estadística? Además, ¿no ponderan tanto a Savicevic, Mihailovich, Pancev, Mijatovic, Suker o Boban? Bueno, pues esos y otros cracks de la mejor Yugoslavia de la historia iban por detrás de él en todas las clasificaciones hombre por hombre. Hasta su llegada, nunca un futbolista joven había logrado inspirar tantas esperanzas, jugar con tan misteriosa naturalidad ni reunir en su propia figura valores tan distantes como la precisión europea y la fantasía americana.
Habría sido necesario dar una larga explicación al amnésico. Decirle que, desde su llegada a España, Prosinecki ha sufrido la persecución de todas las fatalidades posibles. Cinco lesiones de dudoso origen, la tensión de la guerra en los Balcanes, la presencia de decenas de refugiados y su propia inmadurez personal tendieron a su alrededor una maraña de preocupaciones y necesidades a las que no pudo sustraerse.
Solamente se habría librado de su destino si un juez providencial le hubiese mantenido en arresto domiciliario o dentro de una camisa de fuerza.
Tiene todavía el privilegio del campeón: para ser el mejor bastará con que consiga ser él mismo.
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