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NECROLÓGICAS

Sara García Calle, periodista

Alfonso Armada

Hay lunes que parecen miércoles de ceniza. Como ayer. Uno de esos lunes de Madrid, fríos y translúcidos, con un viento azul que viene del Guadarrama y deja la ciudad convertida en una pista de patinaje. Para la nada. Sara García Calle tenía 27 años el domingo, cuando nació su primer hijo. Ayer quedó congelada, detenida sobre el tendal sin rostro del tiempo, convertida en un recuerdo dulce y doloroso.Sara murió el domingo de una embolia pulmonar masiva que le sobrevino cinco horas después de sufrir una cesárea. La prosa de los médicos tiene a veces un aroma bélico que nos deja todavía más helados. Tal vez por eso se abrazan los que quedan a este lado del espejo: como si abrazándonos nos consoláramos, nos quisiéramos quitar el frío que nos encharca el pecho cuando la muerte nos arrebata a alguien que hemos visto vivir a nuestro lado. Dicen que los muertos se quedan muy solos. Pero creo que más se quedan los vivos. Como el hijo de Sara, que ayer movía las manos mínimas, sin saber que Sara se había ido al otro barrio. Su marido, Álvaro Rivas, periodista, como Sara, lo sabe ya demasiado bien. Un puñetazo de cristal. Un cielo insultante de tan azul cubría ayer Madrid. El estruendo de la maldita y hermosa vida que sigue.

Sara nació en Ponte Cesures, casi al lado de la huerta de Rosalía de Castro, el 3 de septiembre de 1967. Es un pueblo en calma, con su puerto fluvial sobre el Ulla y su pradera de hierba junto al río, del que la tarde arranca destellos dulces: un pueblo al que Sara regresaba para volver a probar esas manzanas de la Consolación que tanto nos consuelan somos niños. Hija de José Antonio García, pediatra, y de Ana Calle Mañas, padres de cuatro hijos, se trasladaron a Madrid cuando ella contaba dos años de edad. Pero Sara seguía sintiéndose silenciosamente gallega, como suelen serlo los del noroeste, con un suave escepticismo sobre las burlas de la vida. Los nueve meses de embarazo le habían cambiado el carácter, habían roto su introversión natural, esa forma de estar en el mundo como a la escucha o como ausente. Pero el domingo. se quebró su incipiente biografia: un dibujo en el agua.

En Madrid, Sara estudió en el Liceo Anglo-Español. Desde niña mostró inclinación por las palabras y el reloj que encierran. En EL PAÍS, donde nos encandiló desde que hizo su entrada, porque tenía uno de esos rostros capaces de enamorar al más frío, trabajó en las secciones de Economía y de Madrid. Antes estudió periodismo en la Universidad Complutense de Madrid. Sus primeras letras para el periodismo -ese inútil esforzarse contra el olvido- las escribió en la agencia Efe y en El Correo Gallego.

En los miércoles de ceniza nos manchan la frente y nos recuerdan que roguemos por nosotros. Yo no sé a quién rogar por Sarita, que se quedó el domingo tan fría. Mirando al cielo de Madrid, en plena noche, límpido y mortal, ayer parecía que lloraba un niño. Pero seguramente no era más que un espejismo. El hijo de Sara y de Álvaro, vestido de azul, acunado por un viento triste. Yo no sé a quién rogar por Sara. Se quedan muy solos los vivos. Por si acaso, esta noche, los que la conocimos, podemos echar un vistazo al cielo. Por si la ese de Sara nos guiña un ojo desde la Vía Láctea. Porque a ella, en las noches de Galicia, le gustaba tenderse junto al Ulla y mirar al cielo. Tal vez eso sirva de consuelo.-

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