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Promovidos, amparados y sufragados,

Ahora quieren sueldo, aunque los dueños del fútbol no los reconozcan. De palabra. En los hechos, sin embargo, los pagan, los ayudan, hacen que viajen gratis, los utilizan. Quieren sueldo porque hacer de ultra es un trabajo con tiempos, modos, ritos y mitos. Con horarios y plazos, con citas en la agenda, o más bien en el organizador electrónico, porque también los irreductibles de la hinchada han descubierto la telemática y son convocados a través del teléfono móvil si hay un consejo de administración importante. Antes, el celular los llevaba a comisaría. Hoy, llevan el celular en el bolsillo. Son pocos, son delincuentes comunes, nosotros no tenemos nada que ver, dicen los presidentes ocultos a la sombra de estos protectores con porras, de estos accionistas con navaja. Y sin embargo, casi todos tienen que ver. Es un mundo de difusas complicidades, de alianzas transversales, de connivencias claras. La violencia en los estadios como fenómeno contable, como delitos que se remuneran. Remuneración en negro, exenta de impuestos. De ahí que una parte de los ultras rechace el ingreso bancario. Mejor el sobre, el fajo de billetes, el chárter, el hotel de cinco estrellas ( ... ).

En las relaciones con los hinchas extremistas se puede emprender la senda de la firmeza o la autopista de un fácil consentimiento. Método que Silvio Berlusconi se jacta de haber inventado: entradas, ayudas, diálogo, amistad, recuperación de los grupos más radicales, puestos de trabajo en el Milan Point para los arrepentidos. Quizá uno de los frutos de aquella peligrosa tolerancia sea precisamente la navaja que mató al chaval genovés. Y, sin embargo, el sistema gusta, resulta cómodo, proporciona óptimas coartadas.

No es casual que el Juventus sea una especie de patrocinador de los duros del fondo, ascendidos a responsables del servicio de orden. Viajes, desplazamientos por Europa (Madeira, Viena). A cambio, un estadio amigable sea como sea. También el Inter tiene una turbia relación con los violentos. Uno de los jefes de los Boys, Franco Caravita, apareció en las fotos oficiales el día de la presentación de Osvaldo Bagnoli. Los Boys, de extrema derecha, están del lado de la actual dirección.

Los protectores con porra influyen en el mercado, amenazan a los periodistas rompepelotas, hacen que se eche al entrenador. Pasó en Nápoles con Vincenzo Guerini, que tenía el grave defecto de no ir a cenar con los ultras.

La situación es distinta en Génova, donde oficialmente no existen subvenciones. El ayuntamiento ha creado una comisión contra la violencia y ha dado trabajo a algún que otro hincha en paro. A cambio, genoanos (hinchas del Génova) y dorianos (del Sampdoria) limpian el estadio, siempre que las batallas campales lo permitan.

A los delincuentes se les paga de distintas maneras. Una clásica es el acaparamiento autorizado de entradas. Antes del Torino-Real Madrid y del Torino-Ajax de la Copa de la UEFA 91-92, se descubrieron tacos de entradas numeradas en series completas en manos de reventas próximos a la hinchada organizada. No podían haberlas comprado, por fuerza debían haber salido de la sede, pero nadie indagó.

Otro sistema seguro es la parafernalia: los hinchas venden bufandas, distintivos, camisetas (con lemas racistas) sin que las sociedades reclamen los derechos comerciales ( ... ).

Por último, en la guerra de los estadios a nadie se le niega una cámara de televisión. De ahí que haya ultras virtuales (y, lamentablemente, reales) con sus programas televisivos autogestionados y subvencionados por los equipos, que envían a jugadores y pagan la publicidad. Ningún control, intimidaciones y libertad para insultar en vez de comisiones de vigilancia. Odio y audiencia. Hasta el próximo navajazo.

La Repubblica.

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