Una tarde en Lisboa
Desde las alturas de la Alfama hermosa, mora y maldita, el color de las aguas del Tajo se confundía con el color del cielo en la neblina luminosa de la tarde de Lisboa. Era un día de diciembre, un diciembre disfrazado de marzo andaluz -se echaba de menos el perfume del azahar-, cuando yo miraba cómo se disolvía en el mar el río hisanico por excelencia, -el río de Garcilaso, pero también de Caoens, el río de las ninfas de Toledo y los navegantes de Lisboa, Había, hay, algo de consumación española, de acabamiento peninsular en ese anchuroso estuario del Tajo. Yo iraba las aguas. casi marinas y siempre , misteriosas,, mientras en mi memoria todavía resonaban en mis oídos los ecos de la proclamación gozosa de Juan Marsé como Premio Europeo, de Literatura, 1994, -a la que -tuve la suerte de asistir como jurado español. Un premio ganado con absoluta brillantez y que ha voceado a los cuatro vientos e Europa lo que algunos aquí e han empeñado en negar: la extrema calidad de un escritor ue ha narrado la memoria de os vencidos y humillados en la guerra y en la posguerra civil, esa memoria sin la cual España no sería lo que es hoy y que no puede ser arrasada por estéticas intemporales y débiles porque es el depósito de nuestra dignidad como nación.Laminar la memoria es laminarnos a nosotros mismos. "Recuérdalo tú y recuerdalo a, otros"., señaló Cernuda; Juan Marsé lleva 30 años obedeciendó la consigna del poeta sevilla no. Un jurado europeo ha corroborado la necesidad de su empresa, que es necesaria también para la fortaleza de la memoría europea, hoy más acosa da que nunca por los viejos espectros, de la ira y la sangre y combatida además por la frivolidad de algunos, disueltos en ondas hertzianas, y la corrupción de otros, obstinados en escarnecer los más altos idearios de justicia que Europa ha sabido engendrar. Quien recuerda es quien vive, y olvidar es morir civilmente, como acaba de puntualizar Manuel Vázquez Montalban en las trabadas páginas, de El estrangulador.
Lisboa es una ciudad para la memoria. A finales del siglo XX sigue siendo una ciudad del XIX, una ciudad romántica más allá de la tarjeta postal, ha bitada, poblada, poseída por el pasado. Un pasado que salpica y que puede quemar. Pocas horas antes de esta tarde de la Alfama la ciudad aparecía desierta, porque conmemoraba el día de la independencia definitiva de Portugal, la de 1640, lograda y sostenida con tenacidad digna de admiración. Algunos nunca se lo perdonaron, como nuestro invicto caudillo empeñado todavía ¡en 1940! en una delirante anexión, según ha acreditado Preston en su biografía. Humilde y lírica, bella y antigua, Lisboa es una ciudad donde el desmemoriado lo tiene difícil, El convento del Carmen te recuerda el terremoto; Pessoa sale a tu encuentro junto a la plaza de Luis de Camoens; por la plaza del Comercio vaga el fantasma de un rey asesinado; el castillo de San Jorge es una invitación a viajar en pos'de las mujeres que amaron o soñaron Bécquer o Eça de Queiroz, y los tranvías te llevan, sí, a la Barcelona de, Marsé.
Ciudad de memoriosos, donde España es una presencia cercana y lejana a la vez. Próxima en la exquisita Cortesía de tantos lisboetas como son capaces de dirigirse a ti en español; al revés eso ocurre pocas veces.Distante en la vigorosa identidad de una ciudad diferente portugúesa európea y algo oriental a un tiempo. Ciudad de contemplativos y de ensimismados que a veces te asaltan por la calle, pero ciudad también donde, bajo una imperturbable dignidad, asoman las huellas lancinantes del pasado, como esos mutilados de las guerras de África con los que yo me topé paseando las calles enigmáticas de la Alfama. Sí; ir a Lisboa es acudir a los territorios fecundos de la memoria. A entender por qué Portugal nunca quiso ser Castilla y a, entender también por qué, a pesar de los pesares, 1640, aunque tuvo su correspondencia en España quien mejor lo contó fue un portugués que escribía maravillosamente el castellano, Francisco Manuel de Melo, en su Historia de los movimientos, separación y guerra de Cataluña-, no surtió los mismos efectos. Aunque a tenor de algunas cartitas madrileñas uno piensa que las torpezas pasadas no siguen siendo cosa del pasado. Y eso pese a que tampoco faltan las torpezas periféricas, como bien supo fabular Juan Marsé en las páginas de El amante bilbigüe.
En la tarde de la. Alfama yo veía una y otra vez caminar hacia su fin las aguas generosas del Tajo mientras inevitablemente lo recordaba pequeño y doméstico en Toledo, río cristalino al que Garcilaso se asomaba a platicar con sus ninfas de "lascivo juego".
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