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Reportaje:

El vientre de Babel

MONCHO ALPUENTE , El vestíbulo de la estación de Chamartín es un paralelogramo inhóspito y supuestamente funcional, sin el encanto plomizo de las viejas instalaciones ferroviarias; pero hay cosas que permanecen inmutables: el paisaje humano, viajeros apresurados arrastrando maletas o cargando mochilas, es el mismo de siempre; gentes que tropiezan, sin tiempo para detenerse en excusas, miradas inquietas a los paneles horarios, oídos atentos a las impersonales voces que surgen de la megafonía, un hormiguero bullicioso y bullidor en ajetreo perenne que contrasta con la paciente inmovilidad de los que esperan sus enlaces y de los que fueron más previsores y aguardan su hora en la promiscuidad de las áreas de descanso. Viajeros que duermen indefensos reposando la cabeza en sus bártulos y se entregan a las más variadas lecturas o rellenan las cuadrículas de los pasatiempos.

El vestíbulo de la estación de Chamartín tiene dos librerías atiborradas de best sellers y ediciones de bolsillo. En las estanterías destacan incongruentes rótulos que prohíben leer, no hojear ni tocar, sino, lisa y llanamente, leer, por si algún aprovechado decidiese matar el tiempo de espera utilizando las angostas librerías como bibliotecas públicas y gratuitas. En el vestíbulo de la estación de Chamartín se abren sucursales bancarias, un estanco y un variado surtido de dudosas ofertas gastronómicas, de la hamburguesa rápida al contundente bocadillo ibérico, pasando por el cruasán relleno y los callos a la madrileña. No es éste lugar propicio para las exquisiteces: el restaurante ofrece una carta magra y escasamente imaginativa, un menú de batalla, alto de precio y de calidad discutible.

Las barras de los dos bares son los cazaderos favoritos de, pedigüeños y timadores, que acechan la ocasión propicia en los abrevaderos y aguardan a que la presunta víctima saque la cartera, dispuesta a pagar su cuenta,_para abordarle con su ensayada cantinela. Los hay escuetos, que se limitan a alargar la mano y ponen los ojos en el suelo, pero abundan los que hacen de la prolijidad de su discurso argumento supremo, pues muchos paganos prefieren entregar su óbolo antes de seguir escuchando la retahíla de catastróficas e ímprobables circunstancias personales, familiares y sociales que han puesto al solicitante en la siempre oprobiosa tesitura de tener que pedir para pagarse un billete de segunda clase a Zamora. Si el demandante no es buen fisonomista, puede caer en el lapsus de repetir su desgraciada historia dos días más tarde, ante la previsible indignación de su auditor. Por eso los profesionales de la picaresca ferroviaria procuran evitar a los viajeros de cercanías y dedican sus ingratas atenciones a los que van cargados de maletas para enfrentarse a largos recorridos. Los viajeros de cercanías, habituales del laberinto de los horarios y los trayectos, suelen, ir ligeros de equipaje y transitan con aire decidido hacia sus andenes respectivos, con prisas pero sin nervios

El vestíbulo de Chamartín se alegra en las embocaduras de los andenes con los brochazos informales del artista Pepe Hernández, que ponen un toque de color bajo las luces cansinas de la estación. Los nuevos trenes dé cercanías tienen dos pisos y carecen de plataformas, para desesperación de fumadores, que se alivian cuando les toca un destartalado convoy al viejo estilo en el que todavía es posible escapar de las miradas inquisidoras y ponerse a echar humo sin riesgo y sin culpa.

Los nuevos trenes de cercanías están climatizados, tienen música ambiente y un panel digital que indica la hora, la próxima estación y la temperatura que reina en sus andenes. Claro que a veces no funcionan los servicios, cerrados a cal y canto en prevención de vándalos y toxicómanos. Los lavabos, de la estación, sórdidos y sucios, sí funcionan, aunque para acceder a las mal iluminadas cabinas se necesita una moneda de cinco duros, de las antiguas para hacerlo más difícil. El cierre de los lavabos resulta un pequeño inconveniente en los trayectos cortos, pero es que hay falsos trenes de cercanías que invierten casi dos horas en llegar a Segovia, por ejemplo.

Hay interventores comprensivos que se ofrecen a prolongar la parada del tren en una estación intermedia para solucionar la emergencia evacuatoria del niño o de la niña, pero más vale no protestar y apretar los dientes, porque si protestas lo mismo suprimen el recorrido. Todos los días se caen líneas poco rentables de los paneles horarios, y el viajero ve frustrado su viaje, pongamos, a Soria. La Renfe tiene su baremo de rentabilidad en una media de 50 pasajeros al día, y la línea de Soria, según me contaba un soriano desolado, se ha quedado en 49. La solución más fácil consistiría en que el Ayuntamiento o cualquier institución local crease la figura del viajero de cupo, un viajero subvencionado y dispuesto a efectuar el trayecto a diario para que cuadren las extrañas cuentas de la red de ferrocarriles.

En el vestíbulo de la estación de Atocha circulan ordenados grupos de turistas japoneses camino de El Escorial, guiris ascéticos con barba y pantalón corto, adolescentes mochileros de cabeza rapada o larga cabellera, alegres jubilados de excursión con el Inserso, policías y ladrones, ejecutivos de talgo y teléfono portátil, familias numerosas y torvos personajes solitarios. Hace algo así como un año, en un tren de cercanías, el autor de estas líneas se tropezó también con un fantasma, una aparición del remoto pasado: el hombre de la rifa que pasaba de vagón en vagón repartiendo minúsculos caramelos y vendiendo tiras de naipes que daban opción a participar en el sorteo de un modesto surtido de golosinas

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