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La voluntad es poca

El desastre en que se ha convertido la trágica situación en la antigua Yugoslavia y la humillación a que los agresores serbios han sometido a los bienintencionados que han pretendido intervenir para resolverla ponen de manifiesto el grave fallo de la política internacional cuando se mete a redentora: su falta de previsión, oportunidad y firmeza.Ha sido impotente la diplomacia para mediar entre unos y otros contendientes. Lo que es peor, hace pocos días fue un espectáculo ver a la ONU negando permiso a la OTAN para intervenir en defensa de Bihac, la ciudad bosnia declarada enclave protegido de aquella organización. Además, si se reconoce que la aviación aliada no es capaz de encontrar y batir al enemigo, los gobiernos europeos que tienen cascos azules estacionados en Sarajevo, Bihac y otras ciudades martirizadas temen, no sin razón, que las incursiones o amenazas de incursiones aéreas de la OTAN desencadenen represalias serbias contra ellos. Que le pregunten a España. Por otra parte, como aseguré hace días el secretario de Defensa estadounidense, William J. Perry, los integrantes del Grupo de Contacto (Estados Unidos, Rusia, Alemania, Francia y Reino Unido) "no parecen haber conseguido parar la guerra" por la vía diplomática.

Nadie ha conseguido nada en Yugoslavia en los años que ya dura el conflicto, ni por las buenas ni por las malas. De nada han servido dos conferencias internacionales, varios mediadores, algunos planes de partición (incluida la muy idiota noción de que podía reorganizarse la torturada región de los Balcanes como si se tratara de un rompecabezas en el que cada pieza fuera de una etnia diferente), amenazas, embargos, reconocimientos y hasta una pelea interna de la Unión Europea porque a Grecia no le gusta el nombre que quiere darse la Macedonia yugoslava.

Esta situación y otras parecidas estimulan la sospecha ciudadana de que, en política internacional, el crimen paga, las grandes potencias sólo se ponen de acuerdo cuando les anima alguna fuerte motivación económica y generalmente carecen de la voluntad necesaria para actuar con firmeza cuando los acontecimientos lo requieren.

No andan muy desencaminados quienes así piensan. Y no porque en política internacional deba recurrirse indefectiblemente a la fuerza para enderezar entuertos. Sino porque lo que funciona es la firmeza: las amenazas deben cumplirse, los embargos imponerse a rajatabla, los castigos mantenerse y los planes formularse con rapidez dotándolos de los medios necesarios para que sean viables y sin abandonarlos hasta que demuestren su ineficacia. En la mayoría de las situaciones de tensión, la comunidad internacional actúa exactamente al revés: no cumplen las amenazas (no saca los aviones cuando dijo que lo haría si los serbios lanzaban los suyos), no impone seriamente el embargo petrolífero contra Serbia y permite que las armas lleguen a los bosnios cuando se ha afirmado solemnemente que tal cosa no ocurriría.

Sólo ha habido un caso reciente en el que el objetivo fue formulado con claridad, los medios puestos para cumplirlo fueron suficientes y la decisión de mantener la solución que había sido impuesta por la fuerza de las armas, firme: el desalojo de Kuwait. ¿Es así de sencillo? Porque en este ejemplo, por un lado, el valor económico del pequeño emirato hace sospechar que las motivaciones de los aliados no fueron estrictamente altruistas; ¿cuándo lo son en política internacional? Y, por otro, la sensación que queda en el ambiente es que el trabajo verdadero no fue concluido. Pero ¿dónde se detiene el enderezamiento del entuerto? ¿Por qué no destronar a Husein y a los iraníes, redibujar el mapa de la región, imponer la democracia en las monarquías árabes, acabar con el conflicto del Yemen y darle un coscorrón a Siria? Nada es perfecto en este mundo. Que se lo pregunten a la ONU: de tanto esforzarse por arreglarlo todo al mismo tiempo se tambalea entre la inutilidad y la ineficacia política.

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