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Imágenes de transición

La estrategia descalificadora de la derecha cierra las puertas al consenso, una brillante fórmula de la transición a la que habrá que recurrir en un futuro donde no se vislumbran mayorías absolutas.

Hablamos de transiciones. Durante las últimas semanas se ha insistido con frecuencia en tomo a ellas. La primera, la que hicimos entre todos los españoles, ha constituido un ejemplo de consenso, responsabilidad y buen hacer político. Reivindico el atributo de modélico para un proceso que nos permitió, en apenas unos años, dejar atrás décadas de autoritarismo y marginación e instalamos definitivamente en un sistema de libertades: pluralismo, tolerancia, respeto a los derechos humanos; una constelación de valores sobre los que se asienta la coexistencia social civilizada.La segunda, de la que ahora se nos habla, sólo comparte con la anterior el concepto, pues se nos propone una transición hacia la nada. Más allá del desafortunado título de un reciente libro de su líder (los conservadores vuelven a darnos pruebas de su reconocida capacidad para el plagio), el discurso y la práctica política de la derecha española, nos reaviva el deseo de no embarcarnos en aventuras gratuitas y recuperar la vigencia de algunos de los principios y valores de la prirnera, y única, transición.

Llegados a este punto, debemos preguntamos si alguien está intentando manipular los términos; si se predica lo que no se practica. En España sí; y todo este intento al que asistimos de patrimonialización partidista de un concepto que pertenece al conjunto de la sociedad española, para luego desplegar estrategias radicalmente adversas, nos conduce inevitablemente a la respuesta afirmativa.

La derecha española, que presume de haber evolucionado, está instalada en la política del chillido, de la descalificación y el insulto como recursos para erosionar al adversario. Esta actitud nos ha llevado al terreno de la infrapolítica, en el que parecen moverse con comodidad los conservadores.

La derrota de la derecha en las elecciones generales de 1993 marcó un punto de inflexión en el desarrollo político español, optándose por una dramatización de la vida pública más allá de lo tolerable y reiterando sin pudor -aunque sin la valentía política para llevar el debate al terreno de una moción de censura- que la única salida válida es la celebración de unos nuevos comicios.

De ningún modo pretendo reprochar a la derecha su prisa; es más, me parece legítima y comprensible, sobre todo si nos ponemos en el lugar de un líder al que se le agota su tiempo. Lo reprochable es que las urgencias nos conduzcan a la irresponsabilidad y que sienten las,bases de una estrategia anclada en la denuncia sistemática y el tremendismo con el objetivo de deslegitimar la acción del Gobierno socialista.

Es evidente que la política de tierra quemada que despliega la derecha española, constituye la negación misma de los valores sobre los que se asentó la transición. En este sentido, la satanización del consenso político -vértice de aquel proceso- es, sin duda, una de las claves en las que se sustenta la operación conservadora y que podría saldarse con un grave riesgo de deslegitimación para la propia democracia.

Con esta política, se está intentando dinamitar un proceso, de más envergadura, por el que se persigue superar una gran frustración histórica española, a través de la corresponsabilización de los nacionalismos catalán y vasco con la solución de los problemas del país.

De tener éxito esta estrategia irresponsable no ya sólo sería un infortunio para aquellos que creemos en la unidad de España y en su integración desde la diversidad, sino que tendríamos ante nosotros un descarado ejercicio de cinismo político por parte de quienes pretenden alcanzar el poder en un país en el que será difícil repetir mayorías absolutas.

Debemos prever que, en el supuesto al que me refiero, probablemente se habría cerrado por muchos años la posibilidad de que en España se alcanzase a articular fórmulas estables de Gobierno entre fuerzas políticas diferentes, una práctica habitual en las democracias europeas. ¿Qué minoría política osaría adentrarse en el ámbito del pacto con semejante experiencia de crucifixión por principio?

Me temo que la derecha se ha lanzado a una alocada carrera, en la que sus prisas pueden acabar por comprometer el destino de todos los ciudadanos, pues la cuestión de la gobernabilidad de España, primera obligación con la que debe comprometerse toda fuerza política democrática, se está poniendo en cuestión sin que se advierta cuál es la alternativa. Al menos que se esté pensando en una salida a la griega, entre conservadores y comunistas, que, por cierto, se saldó con el fracaso de sus protagonistas y el retorno de los socialistas al poder.

El Partido Popular está dando muestras también de una preocupante tendencia a limitar el margen de autonomía que se le debe suponer a cualquier fuerza política con vocación de Gobierno. No lidera iniciativas propias sino que ha optado por ocupar una posición secundaria, subiéndose al carro de operaciones diseñadas en otros ámbitos o de informaciones lanzadas desde algunos sectores de opinión que, desde una frustrada vocación política o un temor freudiano a contrastar en las urnas su impune agresividad tertuliana, marcan el día a día de la estrategia conservadora.

Bajo estas premisas, somos testigos de un denodado esfuerzo por alimentar la percepción pública en tomo a la existencia de una corrupción generalizada, que tan sólo contribuye a fraguar un clima de sospecha que mina gravemente la confianza de los ciudadanos en sus instituciones. Algunos casos de corrupción han sido gravísimos y, en el cálculo de probabilidades del reparto de la miseria humana, han afectado principalmente al partido que gobierna, aunque no sólo a éste.

Sin embargo, se ha percibido una nueva oportunidad para prolongar la estrategia de la erosión y, hoy, en nuestro país, se vive una auténtica regresión en relación a algunos de los principios básicos del Estado de derecho que todos defendimos durante la transición democrática: la presunción de inocencia, el secreto sumarial y la veracidad de las informaciones, entre otros. Y me permito acudir al pensamiento del ex primer ministro italiano Giuliano Amato cuando decía: "Las sociedades han sido tolerantes con prácticas extendidas que hoy reprueban y condenan. Aplicar el bisturí sin tenerlo en cuenta puede generar inseguridad generalizada que afecte a la sociedad en su conjunto". Añado que no estoy aludiendo a las actuaciones judiciales sino a la frivolidad o irresponsabilidad con las que la mayoría de los dirigentes de la derecha abordan un ámbito de especial complejidad, y del que, por cierto, ellos no se encuentran ausentes.

Muchas son las inquietudes que debería suscitar este escenario que percibo y que, de modo somero, he esbozado. Nuestra primera prioridad para ponerle remedio, debería ser eliminar la crispación sobre la que discurre la cotidianidad de nuestro país. La única receta que advierto para el presente es, muy al contrario de una incierta segunda transición, la recuperación de los rasgos centrales de nuestra transición democrática. Quizá la ausencia de Aznar y Anguita de los trabajos más relevantes de aquel periodo, explique su desapego y la confusión de ideas en la que incurren una y otra vez con respecto a los valores que hicieron posible el éxito de la convivencia democrática.

Para este objetivo precisamos de responsables políticos con la altura de miras, la tolerancia y el coraje político que nos permita combatir, cada uno en sus filas, la demagogia y la irresponsable búsqueda de atajos para llegar al poder. Porque el mejor patrimonio de nuestra única transición es el mantenimiento de los consensos básicos, del respeto a las reglas no escritas de una democracia, de la apertura de los cauces fluidos de comunicación que garantizan el funcionamiento de la democracia y la necesaria tolerancia compatible con la legítima confrontación política.

José María Benegas es secretario de Relaciones Políticas e Institucionales de la Ejecutiva Federal del PSOE.

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