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Matar legalmente en Nueva York

Uno de los resultados de las históricas elecciones legislativas del pasado mes de noviembre en Estados Unidos fue la inesperada elección de George Pataki como nuevo gobernador del Estado de Nueva York. Este republicano del ala más conservadora de su partido no ha dudado ni un momento en ratificar su promesa electoral de restaurar inmediatamente la pena de muerte en la silla eléctrica.En 1890, William KemmIer, convicto de haber asesinado sal vajemente a hachazos a otro hombre para robarle, pasó a los anales de la historia penal por ser el primer reo que moría en la silla eléctrica. Este método de matar personas, introducido en la prisión neoyorquina de Sing Sing, fue muy celebrado entonces por sus cualidades tanto científicas como humanas, ya que utilizaba la electricidad y producía la muerte instantánea sin dolor. En las siguientes décadas, 614 asesinos fueron legalmente electrocutados en Nueva York. En 1963, Eddie Mays pagó con su vida el asesinato de una mujer durante un robo en una taberna del barrio de Harlem. Mays también tiene un lugar en la historia. Cuando le abrocharon el cinturón de la silla eléctrica de Sing Sing se convirtió en la última persona ejecutada por el Estado de Nueva York. Hasta ahora.

Desde el amanecer de la civilización, cientos de miles de hombres y mujeres han pagado con su vida una amplia gama de transgresiones sociales. Originalmente, el homicidio como instrumento de ajuste de cuentas -"la justicia salvaje", según Francis Bacon- formaba parte integrante de un orden social basado en la autodefensa y la fuerza bruta e implacable. Una vez que surgió la idea del Estado, los ajusticiamientos pasaron de manos de los ofendidos y de jueces autonombrados a la autoridad colectiva. Durante siglos, prácticamente todo delito considerado grave, de acuerdo con las normas culturales de la época, era castigado sin reservas con la muerte. La historia de la pena de muerte es ciertamente horripilante. El ingenio del ser humano para hacer sufrir a sus semejantes nunca ha sido mejor demostrado que en los métodos de ejecución. Las muertes eran intencionalmente crueles y planeadas con el fin de prolongar la agonía lo más posible. Estos espectáculos morbosamente creativos daban un reflejo aterrador a la venganza pública, reivindicada unánimemente tanto por el clero como por las autoridades laicas hasta el siglo XIX. Sólo en los últimos 30 años se ha producido una tendencia casi universal hacia la abolición de la pena.

Hoy todavía se mata legalmente en 37 Estados de los 50 que componen EE UU. En 1993 se llevaron a cabo 38 ajusticiamientos, y, en estos momentos, 2.930 reos esperan en la antesala de la muerte. La pena capital disfruta en este joven país de una popularidad casi desenfrenada. De hecho, en una encuesta reciente, el 75% de los participantes favorecía la ejecución como castigo por asesinatos cometidos con premeditación y ensañamiento.Los defensores de la sanción máxima ven en este castigo un ingrediente indispensable del contrato social y de la seguridad pública. Más preocupados por el derecho de expiación y de justicia de las víctimas que por la vida de los criminales, razonan que ante un asesinato cualquier condena que no sea la muerte devalúa el significado de la vida, por lo que ven en la sentencia capital una solución altamente equitativa. Un argumento más utilitario es el poder disuasorio de la pena, la única barrera real que, según ellos, sirve para refrenar a los psicópatas asesinos en potencia y salvar vidas inocentes. Además, al eliminar al criminal de este mundo se evita toda posibilidad de reincidencia. Después de todo, pocos criminales fallecen de muerte natural en la cárcel.

Quienes se oponen a la pena capital consideran que es inmoral y cruel, un acto desesperado y rudimentario de revanchismo. Varios estudios demuestran que la aplicación de la sentencia de muerte está infectada de arbitrariedad, discriminación y racismo. Desde 1970, 48 condenados a morir consiguieron ser exculpados tras demostrar posteriormente su inocencia. Los negros están desproporcionadamente representados entre los reos, mientras que casi todas las víctimas de delitos capitales son blancas.

Yo creo que el supuesto valor preventivo de los ajusticiamientos es una ficción. Las entrevistas con los condenados a muerte indican que son contados los que pensaron, incluso fugazmente, en la ejecución mientras cometían el crimen. Como adolescentes impulsivos, creyeron que sus actos no tendrían consecuencias. Por otra parte, los índices de homicidio en Estados con pena de muerte -como California, Florida o Tejas- no son más bajos que en los Estados sin ella. En cuanto al coste -aun sin calcular el precio para una sociedad cuya respuesta a una matanza es otra matanza-, debido al largo proceso legal, las ejecuciones su ponen a Hacienda unos dos millones de dólares por cabeza, el triple de lo que costaría 40 años de estancia en una prisión de alta seguridad. En el fondo, el debate se reduce a cuánto estamos dispuestos a pagar por desquitar nos, por dar su merecido al criminal, en definitiva, por vengamos.

La venganza es un sentimiento universal y eminentemente humano que posee la intensidad de una pasión, la fuerza irresistible de un instinto y la compulsión de un reflejo. De hecho, bastantes hombres y mujeres, aun a costa de enormes privaciones, dedican toda su existencia a satisfacer con una vehemencia escalofriante su "sed de venganza". Algunos dan la vida en este empeño.

Los temas mitológicos y las ramas religiosas rezuman venganza. Los códigos antiguos de Hamurabi o de Moisés, por ejemplo, aunque contenían el precepto moral de "no matarás", utilizaban con frecuencia el castigo con la muerte. El Éxodo resume la proverbial ley del talión: "Vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura y herida por herida". El Libro de los Salmos nos advierte que "el justo se regocijará cuando sediento de venganza se lave sus pies en la sangre: del malhechor". A pesar de ciertos mensajes fraternales y piadosos, el castigo divino en el Nuevo Testamento también es inexorable: en el infierno no existe el perdón ni la posibilidad de libertad provisional.

La venganza ha impregnado la identidad de muchos ídolos legendarios, desde Aquiles, Ulises o Hamlet hasta Superman, Batman, Rambo y otros vengadores modernos solitarios, que, motivados por un sentido justiciero elemental, utilizan poderes excepcionales para satisfacer los anhelos revanchistas colectivos, haciendo pagar violentamente y con placer a los malvados.

A lo largo de la historia, quitar la vida a otro ser humano ha sido considerado el acto supremo de venganza, pues termina irreversiblemente con el criminal, cancela su deuda con la sociedad y anula mágicamente la ofensa. Quizá sea el seductor "ojo por ojo" el motivo por el que tantos representantes del pueblo abrazan la pena de muerte y glorifican "la política de Coliseo romano" a la hora de abordar el intrincado problema del crimen y el castigo.

Pienso, que, en el fondo, la pena de muerte, más que un tema de urnas, es una cuestión profundamente personal y emotiva. Un dilema humano que no será resuelto mientras, impulsados por la venganza, persigamos la aniquilación de quienes; quebrantan nuestras vidas, y optemos, aun perdiendo parte de nuestra humanidad, por desquitamos y saldar las cuentas con los criminales sociópatas adoptando una versión aproximada de sus actos.

Luis Rojas Marcos es psiquiatra y comisario de los Servicios de Salud Mental de Nueva York.

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