Boda; 7º escala de Richter
Ni siquiera es asunto imaginativo; está aprisionado en ordenadores que reciben información de las sondas especiales, magnífico truco el de estos errabundos satélites que tardarán en alcanzar el fin estimado del viaje cuando hayan desaparecido los hijos de nuestros nietos. No vuelve; bien pensado, los sabios recrean la esencia de todas las religiones: el misterio entreadivina la moderada y no comprometida presunción de que si hay algo que se sitúa a miles de millones de años luz y más allá, mucho más allá es que puede que haya un más allá. Los dogmáticos inquisidores pasaportados al infinito no regresarán, con lo cual se hace inviable la constatación y el careo en periodo de imposible verificación. Cuestión de fe, ingrediente insustituible de toda religión; también presunto certificado de garantía para toda ciencia.La Luna es ya puro positivismo inmediato que ha perdido fascinación e influencia. Ya pueden los lobos ir inventándose otro pretexto para aullarla, los pocos que quedan, contados ya con los dígitos de la estadística. Hasta las mareas parecen desconectadas del engañoso influjo selenita y se equivocan levantando enormes olas que arrasan las mansiones de los millonarios en Florida o en California, cuando eso no ocurría antes, razón por lo que las edificaban en Miami o Malibú, ni que fueran tontos.
¡Quién iba a pensar que nos deshimenizarían la membrana de ozono, precisamente en el Antártico, donde apenas pecan los pingüinos!
Nadie mira hacia arriba, salvo para investigar, inútilmente en la mayoría de los casos, el omitido número de una casa o la placa de una calle. No reparamos en esa Luna que va creciendo y menguando en horario comercial, cuando apenas hace unos minutos el Sol ha concluido su jornada. Caí en la tentación la otra tarde de otoño; estaba recién menguante, nítida en el pálido azul madrileño, como una réplica de nuestro planeta, casi oscurecidos contornos que podían ser Canadá, Estados Unidos, México, la sospecha del pasillo central y el Cono Sur, abombado como la tripa preñada de una ruandesa, o de cualquier otro lugar, nada de polémicas. Cerca, la coquetería de unas nubes ruborizadas por los últimos destellos del día.
Dudo que los niños de hoy se interesen por la astronomía, fuera de lo que les transmita el videotexto; ni por la geología y los estremecimientos telúricos. Los telescopios han crecido desordenadamente: no alcanzan lo remoto y sobrepasan lo mediato.
Con temerosa reverencia contemplaba yo, en la niñez, la mole gris, panzuda, del Observatorio Astronómico, situado en la esquina sur del Retiro. En la redonda cúpula siempre estaba cerrado el gajo por el que debería asomarse el ojo lejano que observa la alta Luna, "¡ay, ay!, para ver los soldados de Cataluñá, de Cata-luñá".
Sucedió más tarde -hacia 1949- que Madrid y su entorno fue sacudido por un temblor, sin que recuerde el lugar clandestino de su epicentro. Tintinearon las arañas de cristal, oscilaron los líquidos en sus recipientes y se desgarró algún débil tabique. La ciudad y los entornos escucharon el hondo bostezo, que no llegó a romper la costra sobre la que vivimos. Era, a la sazón, joven reportero del diario Madrid y el fenómeno transformó en operativa la totalidad de los efectivos (así se dice hoy; entonces, no) de la redacción, o sea, contando conmigo, unos cuatro aquella mañana.
Fui destinado a recabar datos del Observatorio, donde se suponía residenciada la vigilancia geológica, además de la astrológica. Con inspirada intuición y astucia busqué en la guía de teléfonos el número correspondiente. Nadie respondía en ninguno de los varios afectos. "Debe ser algo muy gordo", pensé, "cuando ni siquiera descuelgan". No había tiempo para solicitar dinero con que pagar el taxi desde la nueva sede -luego desaparecida, volada, especulada- en la calle General Pardiñas. Financié de mi peculio el desplazamiento, ante la terrible posibilidad de una repetición del seísmo.
Cerrado; la puerta de acceso estaba cerrada. Apoyé el impaciente dedo en el timbre, golpeando incluso con el pie. Al cabo de interminables minutos, una voz enojada se acercó a la cancela. El celo profesional ya iba mezclado a cierta irritación por la aparente desidia: era la media mañana de un día laboral cualquiera. El viejo, renqueante y malhumorado conserje me reprochó con acento amenazador aquel estrépito. Reunido el coraje por la trascendencia de mi sacrosanta misión periodística, pregunté, a mi vez, dónde demonios estaban el director y el personal que se suponía pendientes del fenómeno.
-Oiga, joven, a mí no me grite. Si quiere saberlo, han ido todos a la boda de la señorita Angelines, la secretaria. Se está casando en estos momentos. En la iglesia de la Paloma -precisó, dándome con el batiente en las narices.
Aquel terremoto, cuyo escalofrío cortó el resuello de muchos ciudadanos, tuvo 7º en la escala de Richter. Ignoro si le trajo buena fortuna a la señorita Angelines y al ya cónyuge desde esos momentos. Volví a la redacción, donde nada dije, porque no me iban a creer. Tampoco justifiqué con un vale la carrera del taxi.
Eugenio Suárez es escritor.
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